Permaneció así largo rato, bañado de luz y azotado por la
brisa, después abrió los brazos, los tendió hacia el espacio y un profundo
suspiro hinchó su pecho, como si hubiera querido abarcar con un abrazo, aspirar
de un respiro todo el infinito. Entonces, mientras su mirada parecía desafiar al
cielo y recorría orgullosamente la tierra, de los labios escapó un grito que
resumía su salvaje apetito de una libertad absoluta, sin límites.
Aquel grito era el de los anarquistas de todos los países, era
la célebre fórmula, tan característica, que a menudo se emplea como sinónimo de
su nombre, y cuyas cuatro palabras encierran toda la doctrina de esa secta tan
temible.
« ¡Ni Dios, ni amo...! », proclamaba con voz sonora, en tanto que el cuerpo,
medio inclinado por encima de las olas, fuera de la arista del acantilado,
parecía barrer el inmenso horizonte con un gesto
huraño.