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La primera cosa que pasó
La noche que encontré a Eva
¿O Eva me encontró?


Pesadamente dejé el revólver reposar sobre la mesa. Casi me dio la sensación de que el frío metal hizo eco en la habitación al tocar la madera. Después coloqué con calma la única bala que tenía a un lado del arma, y allí me quedé sentado, mirando durante un rato ambos elementos. Lo mismo había hecho cada noche de aquellos meses, dejar ambas cosas sobre la mesa y contemplarlas en silencio, sabiendo que cualquier día que yo lo decidiera podía terminar con mi vida. Así se hacía menos triste sobrellevar las cosas. De hecho creo que esa era la única razón por la que podía seguir resistiendo, porque tenía el medio por el cual terminar con todo cuando yo quisiera. Y me pareció que ese era el día.
Sostuve el revólver y abrí el tambor, allí coloqué la bala, en una de las recámaras. Luego lo cerré y retraje el martillo. Ya estaba listo para dispararse. Ahora era sólo cuestión de apretar la punta del cañón contra mi sien y jalar del gatillo, y todo terminaría de un momento a otro. La sangre salpicaría el piso cuando yo cayera muerto. Encontrarme allí pasaría a ser problema de los vivos, yo ya no tendría ninguna responsabilidad.
Ya era el momento. Levanté el revólver hasta mi cabeza y me pareció que pesaba esa noche infinitamente más de lo que había pesado antes. Es que muchas veces había ensayado la secuencia del suicidio con el arma descargada, pero ahora se le adicionaba el peso de una bala, o mejor, el peso de la muerte. Espantosa redención... Y pensar que estaba a sólo un paso de que ya nada del mundo me alcanzara. Mi esperanza era la supresión absoluta, que todo esto diera un término definitivo a mi consciencia y mis percepciones. Quería desaparecer, no sólo para librarme de mí, sino también del mundo entero. ¡Que se esfumaran el espacio y el tiempo, la existencia, el Ser...! ¡Que todo se esfumara para siempre!, del mismo modo en que se esfuman los sueños cuando despertamos, pero sin despertar...
Contuve la respiración y cerré los ojos. Me fue preciso apretar con fuerza la quijada. De mis párpados comenzaron a brotar grandes lágrimas. Entonces me asaltaron temblores terribles, y pareció que ya no era dueño de mi cuerpo, que se resistía. No podía, no lograba jalar el gatillo y disparar de una vez. El corazón comenzó a palpitar con fuerza, como si fuese el redoble de tambores que antecede a la ejecución de un condenado. Se abrió entonces una disputa entre mi  cuerpo y mi voluntad, y yo perdía... No podía hacerlo, estaba lleno de temor, le temía terriblemente a morir, y por eso no me era posible disparar. Pero, si no lo hacía, estaría entonces a merced de algo que me resultaba más insoportable y aterrador que la idea de morir, y era el estar vivo. No me sentía capaz de disparar, pero tampoco de bajar el arma, pues me mortificaban ambas decisiones... Las lágrimas cayeron de mis ojos con más intensidad y comencé a emitir jadeos llorosos... ¿Qué hacer? Quería mover el dedo y jalar el gatillo, pero me detenían fuerzas inamovibles que lo retenían estático. Apreté con fuerza la quijada y un gruñido ronco salió de entre mis dientes. ¡Hazlo, maldita sea, hazlo!, comencé a gritarme a mí mismo. Pero no podía hacerlo... Ni disparar ni bajar el arma..., ninguna de las dos me era posible. Golpeé la mesa con el puño, llorando con fuerza. Sentía como si dos brazos demoníacos me sujetaran y jalaran de mí en direcciones opuestas: el de la vida y el de la muerte, los dos por mí muy temidos y odiados... ¿Qué podía hacer para salir de tan insoportable paradoja?

Se me ocurrió entonces una solución desesperada que consistía en apenas una idea. Me dije a mí mismo: ¡Listo, ya lo he hecho! Me he matado y ahora estoy muerto.

Puede parecer una tontería, pero es el único medio que encontré de morir en aquel momento. Si mi cuerpo no me permitía disparar el arma y destruir mi carne, nada podía hacer para evitar que al menos yo abandonara mi alma, declarándome totalmente muerto y ya no dueño de mi propia voluntad o consciencia. Con aquella idea me desapegué del mundo, me declaré completamente ajeno a él, y a mí mismo, aunque aún respirara. Yo ya era una no-cosa, un suicida ya muerto que todavía no se había disparado, pero que ya lo haría cuando sus ansias por fin se calmaran y sus extremidades ya no se le rebelasen. Fue ante tales pensamientos que logré relajarme y dejar el arma sobre la mesa. Me sentí extrañamente liviano. Sólo necesitaba salir a caminar un poco y distender el cuerpo para poder luego regresar a casa, tranquilo e indiferente (como todo buen muerto), y poder ya atender sin mayores problemas al trámite de propinarme el disparo. Sí..., ante tal pensamiento ya no me sentía estremecer.

 
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