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Un día, dos oficiales y yo fuimos a caballo a Ribeira Grande, aldea situada a pocas millas al este de Porto Praya. Hasta que llegamos al Valle de San Martín, el país presenta su ordinario aspecto y coloración pardusca; pero aquí un verdadero arroyuelo alimenta una exuberante vegetación en sus márgenes, causando un efecto de vivificante frescor. En el espacio de una hora llegamos a Ribeira Grande, donde contemplamos con sorpresa un gran fuerte arruinado y la catedral. Esta pequeña ciudad, antes de que se cegara su puerto, era la principal población de la isla; ahora presenta un aspecto melancólico, pero muy pintoresco. Después de procurarnos un Padre negro, para guía, y un español que había servido en la guerra peninsular, para intérprete, visitamos varios edificios, entre los que descollaba por su importancia una iglesia antigua. En ella han sido sepultados los gobernadores y capitanes generales de la isla. Algunas lápidas sepulcrales llevaban fechas del siglo XVI (1). Los adornos heráldicos era lo único que en este retirado lugar nos recordaba a Europa. La iglesia o capilla forma uno de los lados de un cuadrángulo en cuyo centro crece un numeroso grupo de bananeros. El otro lado era un hospital, que contenía unos doce asilados de miserable aspecto.

Regresamos a la venda a comer. Un considerable número de hombres, mujeres y niños, negros como la pez, se reunían atraídos por el deseo de observarnos. Sin duda estaban de bonísimo humor, porque todo cuanto decíamos o hacíamos era celebrado con ingenuas carcajadas. Antes de salir de la ciudad hicimos una visita a la catedral. No parece tan rica como la iglesia parroquial, pero se ufana de poseer un pequeño órgano, que lanza gritos de una estridencia singular. Entregamos al sacerdote negro algunos chelines, y el español, dándole palmaditas en la cabeza, decía maliciosamente que, a su juicio, el color de la piel importaba poco. Después de esto volvimos a Porto Praya tan aprisa como nuestras jacas lo permitieron.

Otro día fuimos, también a caballo, a la aldea de Santo Domingo, situada casi en el centro de la isla. Algunas acacias raquíticas crecían en un pequeño llano que cruzamos; sus copas habían sido dobladas de una manera extraña por el soplo constante de los alisios, al extremo de que algunas formaban ángulo recto con su tronco. La dirección de las ramas era exactamente al Noreste por el Norte y al Suroeste por el Sur, y yo las consideré como veletas naturales, indicadoras de la dirección predominante del alisio. El paso de los viajeros deja tan poca huella en el estéril suelo, que aquí perdimos la ruta y tomamos la de Fuentes. Y ni siquiera lo echamos de ver hasta que habíamos llegado a ella; pero después nos alegramos de la equivocación. Fuentes es una bonita aldea con un riachuelo, y todo parece prosperar en ella, excepto lo que más debe: sus habitantes. Niños negros, enteramente desnudos y con aspecto de la mayor miseria, llevaban haces de leña, la mitad de grandes que sus cuerpos.

Cerca de Fuentes vi una gran bandada de gallinas de Guinea -probablemente unas cincuenta o sesenta-. Se mostraron muy recelosas y no pude aproximarme. Huían de nosotros como perdices en un día lluvioso de septiembre, corriendo con la cabeza levantada, y si se las perseguía levantaban inmediatamente el vuelo.

 
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