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I

MALA CONDUCTA

Un perro joven y canelo -un chucho de raza indefinida-, de morro muy parecido al de una raposa, corría adelante y atrás por la acera y miraba inquieto a los lados. De tarde en tarde se detenía y, con lastimero aullido, levantaba ya una, ya otra de sus heladas patas, tratando de comprender cómo había podido perderse.

Recordaba muy bien lo que había hecho durante el día y cómo, a la postre, había ido a parar a aquella desconocida acera.

Por la mañana, su amo, el ebanista Luká Alexándrich, se había puesto el gorro, había tomado bajo el brazo cierta pieza de madera envuelta en un trapo rojo y había gritado:

- ¡Vamos, Kashtanka!

Al oír su nombre, el chucho de raza indefinida había salido de debajo del banco de carpintero, donde de ordinario dormía entre las virutas, se había estirado agradablemente y había seguido a su amo. Los clientes de Luká Alexándrich vivían muy lejos, así que antes de llegar hasta cada uno de ellos el ebanista debía hacer algunas paradas en las tabernas para reponer sus fuerzas. Kashtanka recordaba que por el camino su conducta había sido muy inconveniente. La alegría de que le hubiesen sacado a pasear le hacía dar brincos, ladrar al tranvía de caballos, meterse por los patios y perseguir a todos los perros que se encontraba. A cada instante el ebanista lo perdía de vista, lo llamaba y le reñía enfadado. En una ocasión, con expresión de cólera pintada en el semblante, había llegado a agarrarle de su oreja de raposa, dándole unos tirones, y había dicho, alargando las palabras:

-¡O-ja-lá re-vien-tes, canalla!

Después de despachar con los clientes, Luká Alexándrich se acercó un momento a casa de su hermana, donde bebió una copa y tomó un bocado, De allí se dirigió a visitar a un encuadernador conocido, del encuadernador a la taberna, de la taberna a ver un compadre, etc. En unas palabras, cuando Kashtanka se vio en aquella acera extraña, ya anochecía y el ebanista estaba borracho como una cuba. Agitaba los brazos y, suspirando profundamente, balbuceaba:

-Todos hemos nacido en el pecado. ¡Oh, pecadores, pecadores! Ahora vamos por la calle y miramos las farolas, pero cuando nos llegue la muerte nos consumiremos en el fuego del infierno...

O bien le daba por un tono bonachón, llamaba a Kashtanka y le decía:

-Tú, Kashtanka, no eres más que un insecto. Si se te compara con el hombre, eres como un mal carpintero frente a un buen ebanista...

Estaba hablando así con él cuando resonaron los acordes de una banda militar. Kashtanka, volvió la cabeza y vio que por la calle, hacia él, venía un regimiento. No podía soportar la música, que le descomponía los nervios, y empezó a aullar, yendo y viniendo. Con gran asombro suyo, el ebanista, en vez de asustarse, de chillar y ladrar, sonrió ampliamente y, poniéndose en posición de firmes, se llevó la mano a la visera. Viendo que su amo no protestaba, Kashtanka aulló con más fuerza y, sin comprender lo que hacía, cruzó la calzada hasta la acera opuesta.

Al darse cuenta de las cosas, la música ya no se oía y el regimiento había desaparecido, corrió al lugar donde había dejado a su amo, pero, ¡ay!, el ebanista ya no estaba allí, parecía que se le hubiera tragado la tierra... Kashtanka olisqueó la acera con la esperanza de encontrar al amo por el olor de sus huellas, pero un miserable acababa de pasar con sus chanclos nuevos y todos los olores delicados se confundían con aquella peste de la goma, hasta tal punto, que era imposible distinguir nada.

Kashtanka corrió adelante y atrás sin encontrar a su dueño. A todo esto había oscurecido. A ambos lados de la calle encendieron las farolas, las ventanas de las casas se fueron iluminando. Caían unos copos grandes y esponjosos, cubriendo de blanco la calzada, los lomos de los caballos y los gorros de los cocheros, y cuanto más oscuro era el aire, más claros se hacían los objetos. junto a Kashtanka, cubriendo su campo visual y empujándole con sus pies y piernas, no cesaban de ir y venir clientes desconocidos. (Kashtanka dividía a toda la humanidad en dos partes muy desiguales: amos y clientes, con la diferencia esencial, entre unos y otros, de que los primeros podían pegarle y a los segundos él mismo estaba autorizado para morderles las pantorrillas.) Los clientes tenían prisa y no le prestaban atención alguna.

Cuando se hizo completamente de noche, Kashtanka se vio dominado por la desesperación y el miedo. Se arrimó a un portal y empezó a llorar amargamente. Las andanzas de todo el día con Luká Alexándrich le habían fatigado, sentía frío en las orejas y las patas y, para colmo de males, estaba hambriento. Desde por la mañana sólo había tenido ocasión de llevarse algo al estómago dos veces: un poco de cola en casa del encuadernador y una tripa de salchichón que había encontrado junto al mostrador de una de las tabernas. Y eso era todo. Si hubiese sido persona, a buen seguro habría pensado: «No, esta vida es imposible. ¡Hay que pegarse un tiro!»

 
 
 
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