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Era aún muy joven cuando concebí la idea de hacer la epopeya del hombre de la Naturaleza, o sea pintar las costumbres de los salvajes relacionándolas con algún acontecimiento conocido. Después del descubrimiento de la América, no he hallado asunto más interesante, especialmente para los franceses, que la sangrienta matanza de la colonia de los natchez en la Luisiana en 1727. Las tribus indias, conspirando por espacio de dos siglos de opresión, para dar la libertad al nuevo mundo, me parecieron prestarse perfectamente a mi trabajo, y ofrecerme un asunto, casi tan magnífico como la conquista de Méjico. Tracé algunos fragmentos de esta obra en el papel, pero descubrí bien pronto que carecía de los verdaderos colores, y que si quería hacer una imagen que se pareciese al original, necesitaba, a ejemplo de Homero, visitar los pueblos que quería pintar. En 1789 participé a Mr. de Malesherbes el designio que abrigaba, de pasar a América, pero deseando al mismo tiempo utilizar mi viaje, concebí el proyecto de descubrir por tierra el paso tan buscado, y acerca del cual el mismo Cook había dudado. Partí: vi las soledades americanas, y volví con planos para realizar un segundo viaje que debía durar nueve años; proponíame atravesar todo el continente de la América septentrional, navegar en seguida, a lo largo de las costas al norte de la California, y volver por la bahía de Hudson, dando vuelta al polo. Mr. de Malesherbes se encargó de presentar mis planos al Gobierno, y entonces oyó éste los primeros fragmentos de la obrita que hoy publico. La revolución destruyó todos mis proyectos. Cubierto con la sangre de mi hermano único, de mi cuñada y de su ilustre y anciano padre; habiendo visto morir a mi madre y a otra hermana de talento esclarecido, a consecuencia de los malos tratamientos que habla experimentado en los calabozos, vagué por tierras extrañas, donde fue asesinado en mis brazos el único amigo que conservaba.

De todos mis manuscritos relativos a América, sólo he salvado algunos fragmentos, y en particular la Atala, que no es más que un episodio de los natchez. Atala ha sido escrita en el desierto y bajo las chozas de los salvajes; ignoro si agradará al público esta historia que se aparta de todo lo conocido hasta hoy, y presenta una naturaleza y unas costumbres completamente extrañas a Europa. En la Atala no hay aventuras; es una especie de poema en parte descriptivo y en parte dramático: todo consiste en la pintura de dos amantes que marchan y cazan en la soledad, presentando mi cuadro las turbulencias del amor en medio de la calma de los desiertos. He procurado dar a esta obra las formas más antiguas, y la he dividido en prólogo, narración y epílogo. Las principales partes de la narración toman una denominación especial, corno los cazadores, los labradores, etc.; no de otro modo cantaban, bajo diversos títulos, los fragmentos de la Ilíada y de, la Odisea los rapsodas de la Grecia en los primeros siglos.

Diré también que mi objeto no ha sido arrancar muchas lágrimas, pues me parece un error peligroso, propalado como tantos otros por Voltaire, que las obras de mérito son aquellas que más hacen llorar. Dramas hay de los que nadie querría ser autor, y que desgarran el corazón, aunque de una manera muy distinta que la Eneida. No es ciertamente grande un escritor porque ponga el alma en tortura, pues las verdaderas lágrimas son las que hace correr una bella poesía, a la que vaya unida tanta admiración como dolor.

He aquí las palabras que Príamo dirige a Aquiles:

..............................................................

Juzga el exceso de mi desgracia, al tener que besar la mano del que ha dado muerte a mi hijo.

Así exclama José:

Ego sum Joseph, frater vester, quem vendidistis in Ægyptum.

Yo soy, José, vuestro hermano, a quien vendisteis para Egipto.

Estas son las únicas lágrimas que deben humedecer las cuerdas de la lira. Las Musas son mujeres celestiales que no desfiguran sus facciones con artificios, y cuando lloran lo hacen con el secreto designio de embellecerse.

Por lo demás, no soy, como Rousseau, un entusiasta de los salvajes, y aun cuando tenga tal vez tanta razón para quejarme de la sociedad como aquel filósofo tenía para alabarla, no creo que el estado de pura naturaleza sea el mejor del mundo. Yo lo he hallado demasiadamente deforme, por doquiera he tenido ocasión de verlo, y lejos de juzgar que el hombre que piensa es un animal depravado, creo que el pensamiento es lo que constituye el hombre. La palabra naturaleza lo ha desfigurado todo. Pintemos la Naturaleza, pero la Naturaleza bella, puesto que el arte no debe ocuparse en reproducir las monstruosidades.

La moralidad que he querido sacar de la Atala, es fácil de descubrir, y como está reasumida en el epílogo, no la repetiré en este lugar, anticipando tan sólo algunas palabras acerca del carácter de Chactas, amante de Atala.

Este es un salvaje ya medio civilizado, puesto que no sólo sabe las lenguas vivas, sino que conoce las muertas de Europa. En este concepto debe expresarse en un estilo intermedio y conveniente a la línea en que, marcha, colocado entre la sociedad y la Naturaleza. Esto me ha proporcionado alguna ventaja, haciéndole hablar en lengua, salvaje para pintar las costumbres, y en europeo en el drama de la narración. Sin esto me hubiera sido preciso renunciar a la obra, pues si me hubiera servido siempre del estilo indio, Atala hubiese estado en griego para el lector.

Respecto al misionero, es un sencillo sacerdote que habla, sin sonrojarse, de la cruz, de la sangre de su divino Maestro, de la corrupción de la carne, etc.; en una palabra, es el sacerdote tal cual es. Sé que es difícil pintar un carácter semejante sin despertar en la mente de ciertos lectores ideas ridículas. Si no lo consigo, haré reir. Júzguese.

Réstame sólo una cosa que decir: ignoro por qué casualidad ha excitado la atención pública, mucho más de lo que esperaba, una carta que dirigí a Mr. Fontanes. Yo creía que unas cuantas líneas de un autor desconocido pasarían desapercibidas; pero esto no obstante, los papeles públicos parece han tenido una especie de complacencia en ocuparse de ella. Reflexionando acerca de este capricho del público, que, ha fijado su atención en cosa de tan poco valor, pensé podría ser el titulo de mi gran obra el Genio del Cristianismo, etc. Tal vez se haya pensado se trataba de un asunto de partido, y que en ese libro me desataría, en improperios contra la revolución y los filósofos.

Al presente está permitido, sin duda, bajo un gobierno que no proscribe ninguna opinión pacífica, tomar la defensa del cristianismo, pues si hubo un tiempo en que sólo tenían derecho a hablar los adversarios de aquella religión, hoy la liza está abierta, y los que piensan que el cristianismo es poético y moral, pueden decirlo en alta voz, como los filósofos pueden sostener lo contrario. Me atrevo a creer que si la gran obra que he emprendido, y que no tardará en ver la luz pública, hubiera sido escrita por una mano más hábil que la mía, la cuestión sería decisiva.

De cualquier modo que sea, estoy obligado a declarar que en el Genio del Cristianismo he prescindido de la revolución, y en general be guardado una mesura que, según todas las apariencias, no se tendrá conmigo.

Háseme dicho que la mujer célebre cuya obra formaba el asunto de mi carta, se ha quejado de un pasaje de ella. Permitiráseme me tome la libertad de observar que no he sido yo el primero que ha empleado el arma que se me reprocha, y que me es odiosa, pues no he hecho otra cosa que rechazar el golpe que se dirigía a un hombre cuyo talento me he hecho un deber en admirar, y cuya persona amaré siempre tiernamente. Muy lejos he estado de ofender; pero si así ha sucedido, puede borrarse ese pasaje. Además, cuando se tiene la, brillante existencia y el talento de madame Staël, fácilmente se deben olvidar las pequeñas heridas que pueda hacer un solitario y un hombre tan ignorado como yo.

Diré por fin acerca de la Atala, que el asunto no es enteramente invención mía, pues es cierto hubo un salvaje en las galeras y en la corte de Luis XIV, así como lo es también que hubo un misionero francés que hizo las cosas que narro, no siéndolo menos que ha hallado a los salvajes de los bosques americanos transportando los huesos de sus antepasados, y a una joven madre exponiendo el cuerpo de su hijo en las ramas de un árbol. Argurias otras circunstancias también son verdaderas, pero como no son de un interés general, las he omitido.

 
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