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De Salgar a Barranquilla. - La vegetación. - El manzanillo. - Cabras y yanquis. - La fiebre. - Barranquilla. - La brisa. La atmósfera, enervante. - El fatal retardo. - Preparativos. - El río Magdalena. - Su navegación. - Regaderos y chorros. - Los champanes. - Cómo se navegaba en el pasado. - El "Antioquía"- "Júpiter dementat..."- Los vapores del Magdalena. - La voluntad.- Cómo se come, y cómo se bebe. - Los bogas del Magdalena - Samarios y cartageneros.- El embarque de la leña. - El "burro".- Las costas desiertas.- Mompox.- Magangé.- Colombia y el Plata.



Un ferrocarril de corta extensión (veintitantas millas) une a Salgar con Barranquilla. Es de trocha angosta, y su solo aspecto me trae a la memoria aquella nuestra línea argentina que, partiendo de Córdoba, va buscando las entrañas de la América Meridional, que dentro de poco estará en Bolivia y en la que, viejos hemos de llegar hasta el Perú.


El breve trayecto de Salgar a Barranquilla. es pintoresco, no sólo por los espectáculos inesperados que presenta el mar que penetra audazmente al interior, formando lagunas cuya poca profundidad no las hace benéficas para el comercio, sino también por la naturaleza de la flora de aquellas regiones. A ambos lados de la vía se extienden bosques de árboles vigorosos, cuyo desenvolvimiento mayor veremos más tarde en las maravillosas riberas del Magdalena. Pero, la especie que más abunda es el manzanillo, que la Naturaleza, pródiga en cariños supremos para todo lo que se agita bajo la vida animal, ha plantado al borde de los mares, colocando así el antídoto junto al veneno. El manzanillo es aquel mismo árbol de la India cuya influencia mortal es el tema de más de una leyenda poética de Oriente. Su más popular reflejo en el mundo europeo es el disparatado poema de Seribe, que Mayerbeer ha fijado para siempre en la memoria de los hombres, adornándolo con el lujo de su inspiración poderosa. Debo decir desde luego que, desde el momento en que pisé estas tierras queridas del sol, la Africana suena en mis oídos a todo momento, sea en las quejas del Selika al pie de los árboles matadores, sea en sus cantos adormecedores, sea en el cuadro opulento de aquel Indostán sagrado donde el sol abrillanta la tierra.


Es un hecho positivo que el manzanillo tiene propiedades fatales para el hombre. Sus frutas atraen por su perfume exquisito, sus flores embalsaman la atmósfera, y su sombra, fresca y aromática, invita al reposo, como las sirenas fascinaban a los vagabundos de la Odisea. Los animales, especialmente las cabras, resisten rara vez a esa dulce y enervante atracción, se acogen al suave cariño de sus hojas tupidas y comen del fruto embalsamado. Allí se adormecen, y cuando al despertar sienten venir la muerte en los primeros efectos del tósigo, reúnen sus fuerzas, se arrastran hasta la orilla del mar y absorben con avidez las ondas saladas que les devuelven la vida. Se conserva el recuerdo de unos jóvenes norteamericanos que, echándose el fusil al hombro, resolvieron hacer a pie el camino de Salgar a Barranquilla. El sol quema en esos parajes y el manzanillo incita con su sombra voluptuosa, cargada de perfumes. Los jóvenes yanquis se acogieron a ella, unos por ignorancia de sus efectos funestos, otros porque, en su calidad de hombres positivos, creían puramente legendaria la reputación del árbol. No sólo durmieron a su sombra, sino que aspiraron sus flores y comieron sus frutos prematuros. Llegaron a Barranquilla completamente envene-nados, y si bien lograron salvar la vida, no fue sin quedar sujetos por mucho tiempo a fiebres intermitentes tenacísimas.


He aquí el enemigo contra el que tenemos que luchar a cada instante: la fiebre. La riqueza vegetal de aquellas costas, bañadas por un sol de fuego que hace fomentar los infinitos detritus de los bosques, la abundancia de frutas tropicales, a las que el estómago del hombre de Occidente no está habituado, los cambios rápidos de la temperatura, la falta forzosa de precaución, la sed inextinguible que origina una transpiración de la que aquel que vive en regiones templadas no tiene idea, la imprudencia natural al extranjero, son otros tantos elementos de probabilidad de caer bajo las terribles fiebres palúdicas de las orillas del Magdalena. Y lo más triste es que los preservativos toman todos, en aquel clima, caracteres de insoportables privaciones. Las frutas, el agua, las bebidas frías, todo lo que puede ser agradable al desgraciado que se derrite en una atmósfera semejante, es estrictamente prohibido por el amistoso consejo del nativo.


Llegamos a Barranquilla, pequeña ciudad de unas veinte mil almas, a la izquierda del Magdalena y sobre uno de sus brazos o caños, como allí llaman a las bifurcaciones inferiores del gran río. Barranquilla ha adquirido importancia hace poco tiempo, desde que, construido el ferrocarril que la liga con el mar, se ha hecho la vía obligada para penetrar en Colombia por el Atlántico, quitando, por consiguiente, todo el comercio y el tránsito a la vieja y colonial Cartagena y a Santa María. No tiene nada de particular su edificación, pues la mayor parte, casi la totalidad dé sus casas, tienen techo de paja y ofrecen la forma de lo que en nuestra tierra llamamos ranchos. Pero, indudablemente, ese pequeño progresa a la par de Colombia entera. Las calles todas son de una arena finísima y espesa, que levanta en torbellinos lo que allí llaman la brisa del mar, y que frecuentemente toma las proporciones de un verdadero vendaval. En cuanto a la temperatura, es insoportable. Un francés, M. Andrieux, que ha escrito para Le Tour du Monde una prolija descripción de sus viajes en Colombia, asegura que desde las nueve de la mañana hasta las cinco de la tarde no se ve en las calles de Barranquilla sino perros y alguno que otro francés que persiste en sostener la reputación de la Salamandra, que se les ha dado en El Cairo. Es un poco exagerado, pero el hecho es que se necesita una apremiante necesidad o una imprudencia infantil para aventurarse bajo aquel sol canicular que, reverberando en la arena blanca y ardiente, quema los ojos, tuesta el cutis y derrama plomo en el cerebro. Se espera la brisa con ansia, a pesar de los inconvenientes del polvo impalpable que se levanta en nubes. Todo el mundo anda en coche cuando se ve obligado a salir, y el pueblo tiene por vehículo un burrito microscópico, sobre el cual el jinete va sentado con los pies apoyados en el pescuezo y animándole con un pequeño palo cuya punta, ligeramente afilada, se insinúa con frecuencia en el anca escuálida del bravo y paciente cuadrúpedo.


El aspecto de la ciudad es análogo al de las colonias europeas en las costas africanas; pesa sobre el espíritu una influencia enervante agobiadora, y para la menor acción es necesario un esfuerzo poderoso. Desde que he pisado, las costas de Colombia, he comprendido la anomalía de haber concentrado la civilización nacional en las ultraplanicies andinas, a trescientas leguas del mar. La raza europea necesita tiempo para aclimatarse en las orillas del Magdalena y en las riberas que bañan el Caribe y el Pacífico.


Llegué a Barranquilla el 20 de diciembre a las tres y media de la tarde, en momentos en que partía para el alto Magdalena el vapor "Victoria", el mejor que surca las aguas del río. Fue entonces cuando comprendí todo el mal que me había hecho el retardo de cuatro días del "Saint-Simon", sin contar con la permanencia en la Guayra, que, en calidad de sufrimiento pasado, empezaba a debilitarse en la memoria, sobre todo ante la expectativa de lo que me reservaba el porvenir. Si el "Saint-Simon" hubiera llegado a Salgar el día de su itinerario, habríamos tenido tiempo sobrado de hacer en Barranquilla todos los preparativos necesarios, y embarcándonos en el "Victoria", nos hubiéramos librado de las amarguras sufridas en el Magdalena.


Porque los preparativos son una cuestión seria, que exige un cuidado extremo. Desde luego es necesario proveerse de ropas ligeras, además de una buena cantidad de vino y algunos comestibles, porque en las desiertas orillas del río no hay recursos de ningún género, y, por fin, que es lo principal, de un petate y un mosquitero. Petate significa estera, y el doble objeto de este utensilio es, en primer lugar, colocarlo sobre la lona del catre, por sus condiciones de frescura, y en seguida, sujetar bajo él los cuatro lados del mosquitero, para evitar la irrupción de zancudos y jejenes.


Perdido el "Victoria", tenía que esperar hasta el próximo vapor correo, que sólo salía el 30; es decir, diez días inútiles en Barranquilla. Supe entonces que el 24 salía un vapor extraordinario, pero cuyas condiciones lo hacían temible para los viajeros. Es necesario explicar ligeramente lo que es la navegación del río Magdalena, para darse cuenta de las precauciones que es indispensable tomar para emprenderla. Como no hago un libro de geografía ni pretendo escribir un viaje científico, siendo mi único y exclusivo objeto consignar simplemente mis recuerdos e impresiones en estas páginas ligeras, me bastará decir que el Magdalena, junto con el Cauca, forman uno de los cuatro grandes sistemas fluviales de la América del Sur, determinados por las diversas bifurcaciones de la cordillera de los Andes; los otros tres son: el Orinoco y sus afluentes, el Amazonas y los suyos, y por fin el Plata, donde se derraman el Uruguay y el Paraná. Todos los demás sistemas son secundarios. Los españoles, al descubrir los dos ríos que nacían, juntos y se apartaban luego para regar inmensas y feraces regiones y volvían a unirse poco antes de llegar al mar, para entregarle sus aguas confundidas, les llamaron Marta y Magdalena, en recuerdo de las dos hermanas del Evangelio; sólo predominé el nombre del segundo, mientras el primero conservó él bello y eufónico de Cauca, que los indios le habían dado. De ambos, el Magdalena es más navegable; pero aunque su caudal de agua es inmenso, sólo en las épocas de grandes lluvias no ofrece dificultad. La naturaleza de su lecho arenoso y movible, que forma bancos con asombrosa rapidez sobre los troncos inmensos que arrastra en su curso, arrebatados por la corriente a las orillas socavadas; su anchura extraordinaria en algunos puntos, que hace extender las aguas en lo que se llama regaderos, sin profundidad ninguna, pues rara vez tienen más de cuatro pies; la variación constante de la dirección de los canales, determinada por el movimiento de las arenas de que he hablado antes; los rápidos, violentos, llamados chorros, donde la corriente alcanza hasta catorce y quince millas; he ahí, y sólo consigno los principales, los inconvenientes con que se ha tenido que luchar para establecer de una manera regular la navegación del Magdalena, única vía para penetrar al interior. Hasta hace treinta años, el río se remontaba por medio de champanes; esto es, grandes canoas sobre cuya cubierta pajiza los negros bogas, tendidos sobre los largos botadores que empujaban con el pecho, conducían la embarcación por la orilla, en medio de gritos, denuestos y obscenidades con que se animaban al trabajo. El viaje, de esta manera., duraba en general tres meses, al fin de los cuales el paciente llegaba a Honda, con treinta libras menos de peso, hecho pedazos por los mosquitos, hambriento y paralizado por la inmovilidad en una postura de ídolo azteca. El general Zárraga, uno de los ancianos más honorables que he conocido y padre del doctor Simón Zárraga, que ha hecho de la tierra argentina su segunda patria, me contaba en Caracas, que en 1826, siendo ayudante de Bolívar, fue enviado por el Libertador a la costa para conducir a Bogotá dos caballeros franceses que venían en misión diplomática cerca de él. Uno de ellos era el hijo del famoso duque de Montebello. Cuando supieron que era necesario entrar al champan, tenderse en el fondo, en la misma actitud de un cadáver, y permanecer así durante dos o tres meses, uno de los diplomáticos inició una enérgica resistencia, que Montebello sólo pudo vencer recordando el deber y la necesidad. Después de haber hecho ese viaje, cada vez que un anciano me refiere haberlo llevado a cabo en su juventud, y no pocas veces en champan, lo miro con el respeto y la veneración con que los italianos jóvenes de 1831 debían saludar a Maroncelli, cruzando las calles sobre su pierna de palo, o al pálido Silvio Pellico, con el sello de sus diez años de Spiélberg grabado en la frente.


Ahora será fácil comprender la importancia que tiene la elección del vapor en que se debe tentar la aventura. Se necesita un buque de poco calado, para no vararse, y de mucha fuerza para vencer los chorros. El "Victoria" tenía todas esas condiciones, pero... El que salía el 24 era nada menos que el "Antioquía", el barco más pesado, más grande y de mayor calado que hay en el río. Todo el mundo nos aconsejaba no tomarlo, hasta que se supo, y me lo garantizó el empresario, que el "Antioquía" sólo remontaría el Magdalena durante cuatro días, siendo transbordados sus pasajeros al "Roberto Calixto", vapor microscópico y muy veloz, que nos permitiría llegar a Honda en el término de todo viaje normal, esto es, ocho o nueve días. Con estas seguridades, reforzadas por la orden que llevaba el "Victoria" de que así que llegase a Honda volviese en nuestra busca, y animado por la ventaja de ganar los cinco días que me habría sido necesario esperar para tomar el vapor del 30, resolví bravamente el embarco en el "Antioquía". Júpiter quería perderme, sin duda, y me enloqueció en ese momento. Dos pasajeros tan sólo se animaron a seguirnos: un joven de Bogotá y el profesor suizo que hacía su estreno en América, de tan peregrina manera.


Es necesario no olvidar que, cuando hablo de los vapores del Magdalena, me refiero a una clase de buques de los que no se tiene idea en nuestro país, donde los ríos navegables son profundos. En primer lugar, no tienen quilla, y su fondo presenta el mismo aspecto que el de las canoas; luego, tienen tres pisos, abiertos a todos los vientos y sostenidos en pilares. El primero forma la cubierta propiamente dicha y es donde están todos los aparejos del buque: la máquina, las cocinas, la tripulación y sobre todo la leña. Arriba, viene el sitio destinado a los pasajeros, los camarotes, que nadie ocupa sino las señoras, quienes, para evitarse dormir al aire libre, al lado de los masculinos, se asan vivas en las cabinas; el comedor, etc. En el techo de esta sección, la cámara del capitán, con vista a todas direcciones, y arriba, allá en la cúspide, como un mangrullo de nuestra frontera, como un nido en la copa de un álamo, la casucha del timonel, donde el práctico, fijos los ojos en las aguas, para adivinar el fondo de sus arrugas, dirige el barco y tiene en sus manos la suerte de los que van dentro. Toda esta maquina se mueve por medio de un propulsor que sale de los sistemas conocidos de la hélice y de las ruedas laterales; las ruedas van atrás del buque, girando sobre un eje fijo a un metro de la popa; así, el barco concluye, en su parte posterior, en una pared lisa, perpendicular a las aguas, donde éstas se estrellan ruidosas, cuando las potentes paletas las agitan.


El "Antioquía", además de los inconvenientes que antes mencioné, tiene el de llevar sus ruedas a los costados; éstas, además de producir un fragor que haría creer se va navegando en una catarata movible, impiden, por las oscilaciones que imprimen al buque en los pasajes difíciles, que éste se sobe en los regaderos, esto es, que se deslice sobre las arenas.


Además, la mitad de la enorme caldera llega a la cubierta de pasajeros y el comedor está situado precisamente encima de las hornallas. Agréguese que el vapor es de carga, que no hay baño bordo, que el servicio es detestable, y se tendrá una idea del simpático esquife que se deslizaba por el caño de Barranquilla en busca del ancho Magdalena.


Debo decir, en honor de mi profético corazón, como diría Hamlet, que la primera impresión me hizo entrever el negro porvenir. Pero la suerte estaba echada y la voluntad, serena y persistente, velada para impedir todo desfallecimiento. Apenas salimos del caño y entramos en el brazo principal del río, ancho, correntoso, soberbio, nos amarramos a la orilla. para esperar las últimas órdenes de la agencia.


Fue allí, durante aquellas seis o siete horas cuando comprendí la necesidad de echar llave a mí estómago y olvidar mis gustos hasta nueva orden. La comida que se sirve en esos vapores es muy mala para un colombiano, pero para un extranjero, es realmente insoportable. En primer lugar, se sirve todo a un tiempo, incluso la sopa, eso es, un plato de carne, generalmente salada, y cuando es fresca, dura como la piel de un hipopótamo, una fuente de lentejas o frejoles, y plátanos cocidos, asados, fritos, en rebanadas... véase el hotel Neptuno. Cuando todo se ha enfriado, la campana llama a la mesa, y entonces empieza la lucha más terrible por la existencia de las que ofrece el vasto cuadro de la creación animal. De un lado, la necesidad imperiosa, brutal, de comer; del otro, el estómago que se resiste, implora, se debate, auxiliado por e1 reflejo de la caldera que eleva la temperatura hasta el punto de asar una ave que se atreviese a cruzar esa atmósfera. Los sirvientes parecen salidos de las aguas y no enjugados; las ruedas, que están contiguas, hacen un ruido infernal, que impide oír una palabra, la sed devoradora sólo puede aplacarse con el agua tibia o el vino más caliente aún... ¡Imposible! Se abandona la empresa, y cuando la debilidad empieza a producir calambres en el estómago, se acude al brandy, que engaña por el momento, pero al que se vuelve a apelar así que ese momento ha pasado.


Allí también empecé a estudiar la curiosa organización de los bogas del Magdalena, que sirven de marineros en los vapores, contratados especialmente para cada viaje. La mayor parte son negros o mulatos, pero los hay también catires (blancos) cuya tez cobriza, sombreada por la fuerza de aquel sol, es más oscura que la de nuestros gauchos. Así que se embarcan, son divididos en dos secciones, samarios y cartageneros, esto es, de Santa Marta y de Cartagena, no respondiendo al punto originario de cada uno, sino por las mismas razones que en los buques de ultramar, en obsequio del servicio interior, hacen separar a la tripulación en la banda de babor y en la de estribor. La resistencia de aquellos hombres para los trabajos agobiadores que se les imponen, especialmente bajo ese clima, su frugalidad increíble, la manera cómo duermen, desnudos, tirados sobre la cubierta, insensibles a los millares de mosquitos que los cubren; su alegría constante, su espontaneidad para el trabajo, me causaba una admiración a cada instante creciente. La más dura de sus tareas es el embarque de la leña. Ningún vapor del Magdalena navegaba a carbón; los bosques inmensos de sus orillas dan abundante combustible desde hace treinta años, y la mina está lejos de agotarse. La leña se coloca en las orillas desiertas, el buque se acerca, amarra a la costa y toma el número de burros que necesita. El burro es la unidad de medida y consiste en una columna de astillas, a la altura de un hombre, que contiene, poco más o menos, setenta trozos de madera de 75 centímetros de largo. Me llamó la atención que cada burro costase un peso fuerte, pero me expliqué ese precio exorbitante donde la leña no vale nada, por la escasez de brazos. Aquellas tierras espléndidas, que hacen brotar a raudales de su seno cuanto la fantasía humana ha soñado en los cuadros ideales de los trópicos, podrían ser llamadas, en antítesis a la frase de Alfieri, e1 suelo donde el hombre nace más débil y escaso. A todo lo largo del río no se encuentran sino pequeñas y miserables poblaciones, donde las gentes viven en chozas abiertas, sin más recurso que un árbol de plátanos que los alimenta, una totuma, cuyas frutas, especie de calabazas, les suministra todos los utensilios necesarios para la y uno o dos cocoteros. Los niños, desnudos, tienen el vientre prominente, por la costumbre de comer tierra. El pescado es raro, el baño desconocido, por los feroces caimanes; la vida en una palabra, imposible de comprender para un europeo. Los pocos blancos que he observado en la costa, tienen un color lívido, terroso, y parecen espectros ambulantes. Las fiebres los han consumido. Los pueblos que hay sobre el río, aun los más importantes: Mompox, famoso en la vida colonial como en las luchas de la Independencia; Magangé, cuyas célebres ferias extienden su fama a lo lejos, están estacionarios eternamente, mientras el río carcome la tierra sobre la que se apoyan. ¿Qué vale esa feracidad maravillosa, si el clima no permite el desenvolvimiento de la raza humana que debe explotarla? Mientras mis ojos, miran con asombro el cuadro deslumbrante de aquel suelo y el espíritu observa tristemente que esa grandeza no es más que una mortaja tropical. Así, Colombia se refugia en las alturas, lejos, muy lejos del mar y de la Europa, tras los riscos escarpados que dificultan el acceso y trata de hacer allí su centro de civilización. La poesía la ha bañado con su luz en el momento de la última formación geológica del mundo, mientras las tierras que baña el Plata parecen haber surgido bajo el golpe del caduceo de Mercurio. Allí, las llanuras, la templanza del clima, la proximidad del mar, el contacto casi inmediato con los centros de civilización; aquí, la muerte en las cosas, el aislamiento en las alturas. Bendigamos el azar que tan benéfico nos fue en el reparto americano, que nos dio las regiones cálidas donde el sol dora el café y empapa las fibras de la caña, los campos donde el trigo brota robusto y abundante, las faldas andinas que la vid trepa juguetona y vigorosa, los cerros que tienen venas de oro y carne de mármol, y por fin las pampas fecundas que se extienden hasta el último punto al Sur del mundo que el hombre habita. Bendigamos esa fortuna, pero que el orgullo de nuestro progreso no nos impida mirar con respeto profundo los esfuerzos generosos que hacen nuestros hermanos del Norte por alcanzarlo, venciendo a la Naturaleza, espléndida y terrible como una virgen salvaje.



 
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