https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Susana Herbain" de Eduardo Cadol | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
elaleph.com
Contacto    Viernes 26 de abril de 2024
  Home   Biblioteca   Editorial   Libros usados    
¡Suscríbase gratis!
Página de elaleph.com en Facebook  Cuenta de elaleph.com en Twitter  
Secciones
Taller literario
Club de Lectores
Facsímiles
Fin
Editorial
Publicar un libro
Publicar un PDF
Servicios editoriales
Comunidad
Foros
Club de lectura
Encuentros
Afiliados
¿Cómo funciona?
Institucional
Nuestro nombre
Nuestra historia
Consejo asesor
Preguntas comunes
Publicidad
Contáctenos
Sitios Amigos
Caleidoscopio
Cine
Cronoscopio
 
Páginas (1)  2  3 
 

Contados son los viajeros que afluyen a la estación férrea de Ferguzón, enclavada en la línea secundaria que, derivando de la red de Orleáns, extiende su reducido ramal a través de las aldeas limítrofes al Indre, y al Creuse.

Más de una vez, fuera de los días de mercado, el taquillero, sentado pacientemente tras su ventanilla, cierra como abrió, lo cual, cuando menos, le pone a cubierto de la codicia de los cacos.

Ya es un consuelo, sin duda; pero impotente para extirpar una vaga melancolía que se observa en el funcionario cuando a la llegada, de un nuevo tren se encasqueta, su galoneada gorra, que le transforma en jefe de estación -jefe de todo, en resumidas cuentas; ¡está solo!-, y detenido el convoy, recorre de cabo a rabo la hilera de vagones, gritando, no menos en balde:

-¡Ferguzón!... ¡Ferguzón!... ¡Ferguzón!...

Las portezuelas permanecen cerradas; no desciende un solo viajero, y los que continúan el viaje le contemplan con cierto aire compasivo, como diciendo para su coleto:

-¡Pobre hombre!...

Transcurrido, el minuto reglamentario, vocea de nuevo, dirigiéndose al espacio:

-¿Estamos listos?

Al no contestarle nadie, como es lógico, aplica un silbato de metal a sus labios. Resuena un estridente silbido, al que contesta la máquina con un escape de vapor; el tren da una brusca sacudida... arranca... se pone en marcha...

El hombre de la galoneada gorra lo ve alejarse y regresa pensativo a su despacho, donde, después de mover maquinalmente los dedos, se resigna a enviar una vez más su parte diario a las oficinas centrales, con la invariable y mortificante nota: "Sin servicio".

Así se explica, que cierta mañana se quedara como quien ve visiones. Del único vagón de primera clase, que iba y venía constantemente, como una lanzadera, por los rieles de la desheredada, ramificación, saltó ligeramente un joven al andén.

El corazón del funcionario dio un vuelco.

-Se ha equivocado -pensó.

¡Pues, no, señor! El joven viajero se detenía en Ferguzón conscientemente, deliberadamente, sin constreñimiento ni error; y prueba de ello fue que el factor salió del furgón de equipajes y depositó en el suelo un baúl bastante voluminoso.

Entretanto el recién llegado se aproximó al jefe de estación.

-Caballero -le preguntó, previo un ligero saludo, -¿tendría usted la bondad de indicarme la finca del señor Chenières?.

-Con mucho gusto -contestó el empleado, en el tono más servicial del mundo. -No tiene usted más que seguir la carretera. A unos seis kilómetros verá usted, a la derecha, un castillo flanqueado por una torrecilla, tapizada, casi por completo de hiedra. Aquella, es la casa solariega de los Chenières.

El joven hizo una mueca.

-¡Seis kilómetros! -repitió; -está muy lejos. ¿No podría procurarme un carruaje?

-Aquí no los hay, caballero.

-¿Y un caballo?

-Tampoco.

Y haciendo un ademán circular, añadió:

-¡A quién pedir un carruaje o un caballo, si en estos contornos no vive un alma?

-Bien, ¿pero en Ferguzón? Ferguzón es una ciudad importante. Hay hoteles, o posadas por lo menos; hasta sub-prefecto, si no estoy equivocado.

-¡Ciertamente! -asintió el jefe de estación.

-La dificultad estriba en que Ferguzón está más distante que Chenières.

El joven expresó su contrariedad con un nuevo gesto. La perspectiva de recorrer a pie seis kilómetros de carretera, infernalmente polvorienta, le hacía muy poca gracia.

-Hay un atajo -prosiguió el jefe de estación. -Pero si se extravía, usted, será muy fácil que no encuentre quien le guíe.

-No importa; indíquemelo usted.

-En tal caso, caballero, descienda usted por esa senda que bordea la vía. Va a parar a la orilla del Creuse, que aquel bosquecillo nos impido ver. Costeando la ribera, llegará usted a la entrada de una aldehuela llamada Gargilesse. Allí le encaminarán. De este modo ahorrará usted tres cuartos de legua bien cumplidos; pero hay sitios en que la cuesta es un poco áspera.

-Eso no me molesta. Gracias, caballero. Ruego a usted que reserve mi equipaje. Más tarde, o mañana, vendrán a buscarlo del castillo.

Dicho esto, el joven viajero saludó de nuevo, salió de la estación y descendió el sendero, no tardando en internarse en la espesura de un bosque umbrío y frondoso.

A un centenar de pasos, dio en la orilla del río. Su anchura es considerable en aquel paraje y discurre apacible y límpido sobre un lecho de granito. Por la parte de acá, el ribazo está casi al nivel del la soberbia superficie. La orilla opuesta, por el contrario, está limitada por una primitiva muralla de roca, que, diríase cortada a pico.

Nada del embarcaciones. Nada de tráfico. El cauce tan pronto a veinte centímetros o casi a flor de agua como bruscamente profundo, impide la navegación en aquel punto. Diseminados, de largo en largo trecho, algunos molinos rústicos, en reposo en aquel momento. La nota dominante son el vasto espacio y un silencio que, no tiene nada de abrumador.

El viajero no pareció interesarse, gran cosa en la contemplación del panorama; antes bien, mostróse indiferente al paisaje, insensible al encanto de aquel perdido rincón. Y no porque ocupasen su espíritu preocupaciones ni penas. Nada en su actitud ni en su fisonomía, podía dar pábulo a semejante sospecha. Iba derecho a su objeto, y eso era todo.

Después de una media hora de caminata, divisó, de alto abajo, la "aldehuela" cuyo encuentro le había anunciado, el jefe de estación. Fue, por, lo menos, lo que auguró el joven, al descubrir el extremo más saliente de un campanario, que parecía emerger de un campo de colza. Para llegar allí era preciso "seguir descendiendo".

En efecto; un poco más allá, el sendero quedaba cortado en seco por el hueco de una amplia escalera natural, que antaño, debió de ser lecho de un torrente, seco en la actualidad, del que apenas subsistía a uno de los lados un juguetón arroyuelo, que saltaba formando peque- ñas cascadas. Al pisar el primer peldaño, el forastero, vio a dos personas, que no se habían percatado de su llegada. Dos mujeres, mejor dicho, dos damas.

Una de ellas, muy joven, vestida con un traje de muselina moteada, y protegida la cabeza por un gran sombrero de paja, estaba sentada sobre un pedrusco y bosquejaba un dibujo en un álbum.

La otra, de edad, con todo el cabello blanco, reposaba sobre una silla de tijera y leía un libro encuadernado en rústica. El joven adelantó unos pasos hacia ellas, que se volvieron, sorprendidas, para mirarle. La jovencita, sobre todo, puso una carita de pájaro curioso. Hubiérase dicho que aquello constituyera un acontecimiento para ambas; que se demandaran por qué serie de circunstancias extraordinarias se encontraba allí aquel desconocido.

 
Páginas (1)  2  3 
 
 
Consiga Susana Herbain de Eduardo Cadol en esta página.

 
 
 
 
Está viendo un extracto de la siguiente obra:
 
Susana Herbain de Eduardo Cadol   Susana Herbain
de Eduardo Cadol

ediciones elaleph.com

Si quiere conseguirla, puede hacerlo en esta página.
 
 
 

 



 
(c) Copyright 1999-2024 - elaleph.com - Contenidos propiedad de elaleph.com