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Después de comer cómodamente repantigados en las mecedoras de mimbre de la terraza de su club, bajo el cielo de una límpida noche de verano, conversaban largamente tres amigos: Balbes, Fantus y Murriondo. Porque los tres, aunque eran inteligentes y jóvenes, sabían conversar. Tenían disciplina suficiente para escucharse y no abusar del uso de la palabra.

Los tres eran catedráticos Universitarios. Balbes, enseñaba literatura en la Facultad de Filosofía; Fantus, ética en la Facultad de Derecho, y Murriondo, fisiología en la de Medicina. Aunque ilustrados y de espíritu flexible, propendían todos a un mismo defecto para la causerie: la seguridad razonante, de la cátedra. Pero, conociéndose este defecto, trataban siempre de dominarse, a punto de que, realmente, poseían el difícil arte de la conversación.

Como todos los hombres cuando se encuentran reunidos en horas de expansión y no hablan de sus negocios profesionales, trataban del eterno tema: ¡la mujer!..

-Después de escuchar una breve manifestación antifemenina de Fantus, el abogado, Murriondo, el médico, hizo esta observación sensatísima:

-«Cada uno habla de la feria según le va en ella» Es harto general en los hombres condenar o elogiar en bloque a todas las mujeres, según la influencia funesta o propicia que haya ejercido en su vida una mujer determinada... o varias...

-Hay que evitar, pues, las falsas generalizaciones basadas en hechos aislados o excepcionales -asintió el mismo Fantus. -Pero el caso es que aquí estamos reunidos tres hombres solteros y experimentados... ¡y creo que ninguno de los tres guardamos recuerdos favorables de la mujer o mujeres que más hayamos querido!

-No lo niego --confirmó Murriondo, conteniendo un suspiro. --Y aunque la reconozca ello no me induce a una generación misogínea. Nuestros casos no son la regla general. Somos tres intelectuales, y he observado que los intelectuales tienen una marcadísima propensión hacia las mujeres histéricas y aun hacía la peor clase de histéricas: hacia las insensibles y perversas. Nuestra experiencia ha sido así lamentable. Mas las histéricas, y especialmente aquéllas del género de las que hemos querido... siquiera de la que yo he querido... ¡son felizmente raras!

Sin contradecir abiertamente al médico, Balbes, el profesor de literatura dijo:

-He notado que los hombres feos hablan casi siempre mal de las mujeres. Los buenos mozos hablan bien. El juicio masculino parece depender del éxito de cada cual... Por desgracia nosotros, los tres aquí presentes, somos feos. Luego, siguiendo la regla no debemos ser muy favorables al bello sexo.

No cayó en gracia esta observación. El abogado atusábase su bigote castaño con aire de duda...

Igualmente, el médico se alisaba su negra y sedosa barba... El mismo literato, apartándose de los ojos un copioso mechón de su rubio cabello, no parecía muy convencido de su escasa fortuna mujeriega... Por eso fue muy oportuno Murriondo al decir:

-El éxito de los hombres no depende de su belleza. Los buenos mozos son generalmente insulsos. Aunque las mujeres no comprendan casi nunca la inteligencia masculina la aprecian y respetan por intuición...

-¡Oh, las mujeres -exclamó Balbes en un lírico arranque, -bellas o feas, malas o buenas, son las únicas sonrisas que recogemos de la vida!... He perdido mi fortuna y creo que mi posible gloria por una mujer histérica insensible y perversa como dice Murriondo... ¡Pues no me arrepiento de haberla encontrado en mi camino! ¡Ella me enseñó a amar!...

Fantus interrumpió al literato, no sin cierto vago dejo de impaciencia en la voz:

-¡No hablemos de la «feria», Balbes! Lo que usted nos dice son impresiones subjetivas de su temperamento estético. Y lo que ahora nos interesaría dilucidar es si en realidad es la mujer, desde el punto de vista moral, peor o mejor que el hombre... Dilucidémoslo dejando de lado, en cuanto sea posible, las simpatías o recuerdos personales y. privados.

-Los poetas suelen proclamarla mejor... apuntó Balbes.

-Algunas veces, otras no... -agregó Fantus. Más uniformemente, los teólogos y los filósofos proclaman su inferioridad respecto del varón. En el Génesis, la mujer es una creación secundaria. Es accesoria al hombre y le debe obediencia. Es hasta perversa pues que el demonio, no atreviéndose a tentar a Adán, se dirige a Eva. Los santos, padres, especialmente Tertuliano, reconocen todos esta inferioridad femenina. Por eso los concilios prohíben a la mujer el sacerdocio, consagrar y bendecir...

-¿Y que acto más divinamente místico que la misa dicha por una doncella joven y hermosa? -intercaló Balbes. -¿Quién sería bastante ateo para no doblar la rodilla cuando ella alzase la Santa Eucaristía entre el pulgar y el índice, sonrosados, de su mano suave como una caricia...

Sin contestar, Fantus prosiguió:

-En algún concilio, el de Macon, creo, llega hasta a discutirse si la mujer tiene alma. Contra las autorizadas opiniones de prelados eminentes, concedésele alma; pero un alma inferior y perversa. Prohíbese a los clérigos, no sólo el matrimonio, sino toda sociabilidad con mujeres, sean sus madres o hermanas...

-Por esa falta de influencia femenina -intercaló otra vez Balbes, -adquiere el catolicismo medioeval su fanática intransigencia su sangrienta crueldad...

-Los filósofos no han sido más galantes que los teólogos -continuaba Fantus. -Platón la conceptúa como un animal secundario y le niega el alma superior y pensante. Los estoicos la execran. Los modernos espiritualistas la desprecian. Schopenhauer llega a deprimirla diciendo que es «un animal de largos cabellos y cortos alcances»... En el derecho antiguo, mantiénesela generalmente, bajo tutela como a los niños y a los locos...

-No, pueden considerarse científicas é imparciales las apreciaciones de los teólogos, los filósofos y los juristas -observó entonces Murriondo. -Inventaron ellos su religión, su filosofía y su derecho para uso y utilidad de los varones, que formaban como una clase o casta dominante. Además, esos teólogos, filósofos y juristas, intelectuales todos, dieron también frecuentemente con histéricas insensibles, y luego han generalizado sus impresiones personales. No merecen crédito. Sólo la ciencia puede juzgar a la mujer...

-¡La ciencia!... ¡La mujer!.. -replicó Fantus. -Son esas palabras demasiado vastas. Debemos precisar antes qué aspecto de la mujer queremos juzgar, y con cuáles elementos científicos.

Después de un momento, Balbes precisó:

-Descartando el zarandeado problema de la intelectualidad femenina yo plantearía así la cuestión... Dentro de nuestra moral greco-cristiana ¿con los sentimientos medios y comunes de la mujer, peores a los sentimientos masculinos?

-Perfectamente -asintió Fantus. -Pues yo creo que la mujer es más capaz de crueldad que el hombre...

La biología enseña... -quiso interrumpir el médico.

Pero el abogado le cortó la frase:

-Después sabremos lo que enseña la biología.

Procedamos primero metódicamente al conocimiento previo de hechos y casos para ilustrar el problema. Luego le indagáremos sus explicaciones científicas...

 
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La perfidia femenina de Carlos Octavio Bunge   La perfidia femenina
de Carlos Octavio Bunge

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