Las fechorías grandes, importantes, son con frecuencia
calificadas de hechos brillantes y, como tales, se registran en los anales de la
Historia. Las fechorías menudas e insignificantes son tachadas de
vergonzosas y no sólo no inducen a error a la Historia, sino que ni
siquiera merecen el elogio de los hombres de su época.
Patudo I
Patudo I comprendía esto perfectamente. Era un animal,
viejo y celoso militar, que sabía guaridas construir y árboles
descuajar; por consiguiente en cierta medida, conocía también el
arte de la ingeniería. Pero su mayor cualidad consistía en que
quería a toda costa figurar en los anales de la Historia. Y, para
conseguirlo, prefería en primer término el fulgor de la sangre,
las degollinas. Se hablase de lo que se hablase -del comercio, de la industria,
de las ciencias-, siempre derivaba la conversación hacia un mismo tema:
degollinas... degollinas... ¡eso era lo que hacía falta!
El León, valorando aquel rasgo, le concedió el
grado de mayor y lo envió con carácter provisional, a un bosque
lejano, a modos de voivoda, para que metiese en cintura a los insurgentes de
allá.
Enteráronse los siervos forestales de que venía
al bosque el mayor, y el suceso les dio qué pensar. Por aquel entonces,
reinaba entre los mujiks de aquellos lugares tan gran libertinaje, que cada uno
hacía lo que se le antojaba. Las fieras corrían, los
pájaros volaban, los insectos reptaban, y nadie quería marcar el
paso a la voz de mando. Comprendían los mujiks del bosque que por aquello
no les iban a colmar de alabanzas, pero ya no estaban en condiciones de volver
al orden por sí solos. "Ahora, vendrá ese mayor -comentaban-,
la emprenderá con nosotros, ¡y ya veremos lo que es canela
fina!"