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El historiador de oficio podrá magnificar las calidades, pero tal vez no sabrá atenuar, desteñir, diré, o explicar los defectos hasta convertirlos en ventajas, aplicándoles la tolerancia del cariño, tan hábil para presentar con aspectos simpáticos aun los más palmarios divorcios con las reglas aplaudidas en el mundo.

Y aquí me viene un recuerdo del infortunado Goyena, mi amigo, a pesar del abismo de ideas que nos separaba.

Resentido con Sarmiento por causas de poca monta, pero grandes a su juicio por la susceptibilidad de su carácter apasionado, dijo una vez con cierta excitación: "Yo me he de vengar de él; no he de escribir su biografía".

Aun cuando yo creyera en la eficacia del procedimiento de Goyena, no intentaría vengarme en esa forma ni en otra del general Mitre; no me ha hecho nada ni soy vengativo; pero como nadie tiene la vida asegurada, quién sabe si la duración de la mía me permitirá revelar ante este pueblo, inocente de toda perspicacia, ciertas dotes y peculiaridades del general que, a pesar de cincuenta años de comentario público sobre sus actos y sobre su persona, no han sido señaladas aún ni por sus panegiristas ni por sus detractores.

¡Pobre Avellaneda, morir tan pronto!

Yo solo he comprendido cuánto lo quería después que ha muerto como uno solo se apercibe de que tiene entrañas cuando le duelen.

¡Irreemplazable! ... es lo único que puedo decir pensando en él.

Era afable, ameno, constitucionalmente suave y tan bondadoso que, hasta cuando tenía motivos de disgusto o de queja, buscaba las frases menos hirientes para expresar su resentimiento.

Una vez le dijeron que su amigo don Andrés había tenido en un tramway cierta conversación indiscreta, y su único reproche al oír la referencia fue esta reflexión inesperada: "Para qué andará en tramway, hombre, este mi compadre Egaña".

Aun cuando parecía afectado, era sencillo y natural, sin pretensiones ni preocupaciones de raza, de edad o de posición.

Solía ir a visitarme al hospital y no desdeñaba abandonar su casa lujosa para entrar en mi cuarto húmedo, sombrío y sepulcral, con tijorantes de palma amarillentos y vidrios romboidales minúsculos, engastados en forma de mosaicos entre los barrotes coloniales de mi ventana.

Y más tarde, cuando las complicaciones de la vida me obligaron a tener, a más de mi habitación oficial, una clandestina, misteriosa de puro pobre, en alguna calle sin nombre de los barrios del sud, Avellaneda iba todavía a envidiar la independencia de mis ignoradas andanzas en las soledades de mi insignificancia social.

Entonces, muchas veces no salíamos por esos andurriales en busca de Goyena, que anidaba en una calle sin empedrado y pantanosa, y cuando lo encontrábamos, el paseo continuaba en inacabable discusión.

Avellaneda no se dejaba imponer por las ideas admitidas en la manifestación de sus preferencias y no pocos le reprochaban su falta de escrúpulo en la aplicación de sus afectos.

Sus réplicas en este caso eran inspiradas por una tolerancia caritativa, humorística y filosófica.

Al contarme en determinada ocasión la historia de un amigo suyo, de conducta poco edificante, me dijo con marcada animación: "No pierda usted jamás por intolerancia sus amigos, aunque sean malos. Un amigo es como el tiempo; el que pasa, no vuelve y siempre se echa de menos dolorosamente el tiempo perdido. Éste lo es de mi juventud, y yo lo quiero porque es bueno. Tiene sin duda una completa colección de vicios, pero por eso mismo es único en su género: si lo pierdo, no sabrá cómo reemplazarlo. Ahora está por casarse y ¿sabe usted la razón de su matrimonio? Óigala:

-Como te casas tú, sin tener en qué caerte muerto - le digo.

¡Qué quieres -me contesta-, no puedo malbaratar once años de visitas diarias a mi novia!

¡Oh! sublime razón - añadió concluyendo-: ¡tan plausible, tan absurda y tan humana!"

¡Qué inteligencia tan limpia era la de Avellaneda, tan sagaz, tan extensa, tan clásica, tan honda, tan modelada, tan eficiente, y servida por un poder de expresión tan firme, tan elástico, tan dominante y tan hermoso!

Tenía el arte de convencer y persuadir, el supremo poder de la elocuencia, y lo usaba en sus discursos, en sus debates y sobre todo en sus conversaciones.

Era imposible resistirle. Cuando se ponía a hablar, la palabra en su boca se convertía en un ariete formidable. Y si uno se proponía no acceder a sus intentos, tenía que huirle, taparse los oídos o no dejarlo seguir.

Escuchándolo, muchas veces he pensado en que la palabra era un aparato mecánico incontrastable, una batería, ¡una prensa hidráulica!

Y siempre tan gracioso y tan original para decir las cosas en la conversación familiar, y tan elevado, tan cuantioso en las altas funciones de la oratoria política o parlamentaria.

"Nada hay nuevo bajo el sol".

Es muy cierto; excepto la forma: No hay dos caras iguales en la humanidad.

"Haremos cualquier sacrificio para cumplir nuestros compromisos" es una frase honrada, urbana, bien hablada, buena vecina, digna de una aprobación municipal; un industrial serio la diría y quedaría contento; pero es una frase vieja, usual, común, dicha mil veces en la circunstancia apropiada.

Mientras tanto esta otra, idéntica en su significado, igual en su mente y su propósito, con cuánta novedad, donaire y elocuencia sale a la escena para quedar como un estereotipo en la conciencia pública: "Economizaremos sobre nuestra hambre y nuestra sed para pagar nuestras deudas".

El don de hallar la forma casi equivale al poder de crear.

En Avellaneda había un contraste entre sus medios aparentes y sus recursos reales.

Por eso, ante el juicio vulgar, aparece el hombre que ha hecho más con menos elementos.

No tuvo sino su talento y su palabra y consiguió todo cuanto se propuso.

En un ministerio pobre, sin importancia administrativa, sin presupuesto y sin influencia política, se hizo Presidente.

Contra él se levantó soberbia la oposición armada, prestigiosa, formidable; él la venció.

La situación financiera del país era un desastre; él inventó, creó, hizo brotar recursos con frases y con palabras y pudo gobernar hasta su término atendiendo los compromisos de la Nación.

En la mitad de su período se armó de nuevo la conjuración para derrotarlo y él la disolvió, sirviéndose con suerte excepcional de un recurso que en política no engendra sino monstruos: la conciliación.

Alzóse por fin la provincia de Buenos Aires con su gobernador a la cabeza y con las riquezas de esta gran. metrópoli a su servicio, y él, desplegando energías que nadie le sospechara y un valor y un carácter que todos le negaban, organizó ejércitos, libró batallas, restableció su autoridad y selló su atribulado y difícil gobierno dando su capital a la Nación.

El instrumento con el cual se hizo obra tan acabada debió ser un modelo del arte y de la ciencia y así era la cabeza de este hombre, digno, entre los pocos elegidos, de ser calificado de estadista.

 

 
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