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Primera victoria


Aquel Día de Todos los Muertos de 1968 fue diferente a los que yo venía celebrando en mi corta vida en Pueblo Brugo. Creo que en ése empecé a ser un hombre.
Recuerdo la tarde desapacible y ventosa. El calor calcinaba los eucaliptos y las acacias que bordeaban el cementerio, y las copas susurraban en su idioma vegetal. Mi padre estacionó la Chevrolet al resguardo de esa arboleda, y no bien bajamos fue al puesto de flores de la entrada. Yo me quedé a esperarlo en el portón de hierro, observando los movimientos, el teatro de operaciones: esta vez venía con un plan que cumplir.
Oscuros remolinos de tierra y hojas muertas zigzagueaban por los corredores, y de lejos me llegaba un aroma empalagoso a jazmines y velas. El sol aparecía de a ratos: una lumbre ardiente que templaba la blancura de las bóvedas adormecidas a un lado del camino. Vi poca gente y eso me alegró; aunque enseguida lo pensé mejor y me dio pena: sólo en el Día de Todos los Muertos, despabilándose de un olvido de trescientos sesenta y cuatro días, los amigos y parientes venían a dejarles una flor a sus queridos finados. Únicamente en Todos los Muertos el cementerio se animaba con algo de vida.
Como cada 2 de noviembre, caminamos uno al lado del otro, bien juntos, directo hasta la bóveda del abuelo Severino. Aún hoy me guía el calor y la fuerza de la mano de mi viejo: fue una de las últimas veces, sino la última, en que me llevó de la mano.
Después de santiguarnos, le pedí algunos crisantemos del ramo que acababa de comprar.
—¿Para?
—Para repartirlos por los sepulcros y panteones viejos —mentí, señalando la zona de las bóvedas abandonadas, rajadas, hundidas. Las habitadas por las hormigas y en donde la áspera lengua del tiempo había borrado toda señal.
—Tas’ loco —dijo mi padre separando unos cuantos crisantemos del ramo—. Pero tenés buen corazón. Andá nomás.
A mis escasos diez años ya me torturaba con la idea de la muerte. Por extraños y a la vez atractivos, me resultaban mucho más interesantes los cementerios que los juegos en la escuela, y me compadecía mucho más de la soledad de los muertos que de la soledad de los vivos.
Apretando los crisantemos, me escabullí por el sendero principal entre los esqueletos torcidos de las altísimas bóvedas, entre las cruces que simulaban brazos abiertos clamando al cielo, entre los yuyos en donde alguna vez hubo jardines, entre los hierros herrumbrados y entre las lápidas con las desteñidas flores de plástico. Busqué la construcción más alta y enfilé hacia ella.
Desde mi altura era imponente: mediría unos tres metros. El cemento se hallaba carcomido. Sobre el nicho, pude observar un pequeño habitáculo cuadrado con vidrios inexistentes, repleto de telarañas y musgos. Encima de eso, encima de la cúpula en forma triangular, la soledad de una cruz sin Cristo. Le dejé los crisantemos y leí la inscripción, raramente intacta: 1887-1910, un apellido alemán imposible de memorizar, y el nombre Hans. Ese nombre que quedaría en mi memoria para siempre.
No había nadie en ese sector. Fui lo suficientemente astuto como para volver hacia donde quedó mi padre y reiterarle que me iba para la parte de atrás.
—Quiero aprenderme algunos apellidos de Europa —le dije sin que se me moviera un pelo. Como él me miró frunciendo el ceño, añadí: —Es para un trabajo sobre inmigración. Para la escuela.
Dudo que mi viejo se lo creyera pero me acarició la cabeza, gesto que tomé como un permiso. Aunque no me fui enseguida. Le eché un vistazo a la placa de bronce que él se había puesto de nuevo a restregar:


Aquí descansan los restos de
Severino Maciel
Siempre estarás en nuestros corazones.
Tus hijos y nietos. QEPD.


Venía leyendo eso desde que aprendí a leer y no me cerraba. ¿Por qué decía que “Aquí descansan los restos”? El cura, en catequesis, y también en las misas y en los velorios, insistía con eso de que: “Si los muertos se portaron bien en vida, van al cielo”. Entonces, pensaba yo aplicando una lógica simple y básica, si los muertos se van al cielo, están descansando allá y no acá, bajo tierra. ¿Cómo saber qué pasaba en realidad?
Mi padre seguía frotando la placa como si fuera la lámpara de Aladino y de repente fuera a devolverle al abuelo. Me quedé unos minutos siguiéndolo en su ritual de limpiar el nicho, acomodar el rosario, besar la foto en blanco y negro. Me quedé hasta notar que con parsimonia campechana, con aprendida resignación, empezó a quitar las flores viejas para poner los crisantemos recién comprados.
Entonces me fui.

 
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