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Entre los jóvenes que estudiaban el año pasado en la Escuela de Medicina había uno llamado Eugenio Aubert. Era de buena familia, y apenas tendría diecinueve años. Sus padres, que vivían allá en la provincia, le pasaban una pequeña pensión aunque suficiente para él. Hacía una vida ordenada, y tenía un carácter amable. De mano generosa y corazón abierto, era bondadoso y servicial y muy querido por sus camaradas. El único defecto que se le recriminaba era una rara proclividad a la meditación y a la soledad y una reserva tan excesiva en sus palabras y hasta en sus menores actos, que le llamaban la Madamita, de lo que él mismo reía, y en cuyo apodo no ponían sus amigos ninguna intención ofensiva, porque sabían que era tan valiente como el que más; pero, en verdad, su proceder justificaba este apodo, por lo que contrastaba con las costumbres de sus compañeros. En el trabajo era el primero; pero se trataba de una noche de alegría- una cena en el Molino o un baile en la Cabaña-, la Madamita se encogía de hombros y se metía en su pensión. Y- cosa insólita entre estudiantes- aunque su juventud y su figura le hubieran proporcionado un gran éxito, no sólo no tenía ninguna amante, sino que nunca se le vio pasear frente al taller de una modista, ocupación inmemorial en el Barrio Latino. Las beldades que pueblan las cercanías de Santa Genoveva y prodigan su amor entre los escolares le inspiraban una suerte de repulsión odiosa. Las miraba como a una raza aparte, dañina, ingrata y depravada, nacida para sembrar por todas partes el mal y la desdicha, a cambio de algunos placeres. "Apartaos de esas muñecas- decía-; jugar con ellas es jugar con fuego"; y desgraciadamente tenía sobrados ejemplos para justificar la aversión que le inspiraban. El desorden, las disputas, la ruina misma a que en ocasiones arrastraban estas fugaces uniones, felices en apariencia, eran muchas, como lo siguen siendo y siempre lo serán.

Está de más decir que los amigos de Eugenio se burlaban continuamente de su moral y sus escrúpulos. Marcelo- un compañero sin otra ocupación que gozar de la vida- solía preguntarle:

-¿Qué pueden probar un desliz o un accidente que han sucedido una vez por azar?

-Que debemos abstenernos- contestaba Eugenio-, por si sucede otra.

 
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