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La casa con jardín


La tarde era apacible, ni una nube en el cielo, “debe haber unos veinte grados”, pensó; poco importaba la temperatura. Corría una brisa fresca, levemente fresca, bastaba con colgarse un suéter en los hombros; ni siquiera era necesario ponérselo.
“Deben ser las siete de la tarde”, calculó. Poco importaba la hora. Tendido en la reposera, mate en mano, termo en el piso, sin azúcar, siempre amargo. No pensaba en nada en particular, simplemente disfrutaba de no hacer nada, de nada, sentado en el jardín. Siempre había soñado con una casa con jardín, y hacía unos pocos meses que ese sueño se había hecho realidad.
Luego de muchas penurias se había ido de la ciudad, se había comprado una casa, la casa de sus sueños, una casa con jardín. Ya harto de vivir en un departamento, ya harto de vivir en el bullicio, en la multitud, en la locura del tránsito, con sus sueños rotos.
Y esa misma tarde, aprovechando que su mujer había llevado a los chicos a pasear, terminó de darle el último toque a su jardín, el jardín de su casa con jardín; un soberbio cantero bordeando el camino que conduce al quincho. No era necesariamente un quincho, sino más bien una parrilla de dimensiones aceptables, un tablón barnizado sobre caballetes y dos bancos a los lados, todo cubierto con techo de chapa. Pero para Jesús ese era su quincho, el quincho de su casa, de su casa con jardín.
Habiendo terminado la tarea se bañó, calentó el agua, preparó el mate para luego sentarse tranquilamente en la reposera a la espera de su mujer y sus hijos.
Paradójicamente su mujer se había ido tranquila, si hasta le dio un afectuoso beso al despedirse, si hasta le manifestó que estaba segura de que el cantero quedaría precioso. Salió simplemente para pasear a los chicos, no se fue enojada. Salió simplemente para que ellos pudieran disfrutar de esa tarde hermosa. Salió simplemente para que Jesús pudiera trabajar tranquilo. Y Jesús estaba tranquilo, nunca lo había estado tanto. En otras ocasiones quedaba perturbado, en otras ocasiones permanecía nervioso por varias horas, en otras ocasiones lo invadía la sensación de que le quedaban cosas por decirse, que no se habían dicho todo. Pero esta vez no, en esa oportunidad estaba muy sereno. Algo le decía en su interior que esa había sido la última discusión, que ya no habría más altercados sobre el mismo tema, sobre la misma cuestión.
La tarde era apacible, ni una nube en el cielo, “en unos instantes comenzará a anochecer”, pensó; poco importaba si anochecía. Cerró los ojos un breve instante, la cabeza hacia el cielo, respirando profundo, como para retener la dicha que lo invadía. Al abrirlos descubrió con sorpresa que el firmamento estaba completamente oscuro. Supuso que se había quedado dormido sin notarlo y que ya había anochecido. “Ya deben ser más de las ocho” pensó, poco importaba la hora. Pero lo que sí tenía importancia es que su mujer y sus hijos no hubieran regresado. Le habían dicho que iban por un helado y luego a la plaza, ya deberían haber vuelto. “Ya volverán”, se conformó.
Y es que de todas maneras no podía ir a buscarlos, su mujer había salido con el coche; en su nueva morada, la de su casa con jardín, las distancias eran mucho más largas, imposible pensar en ir a su encuentro caminando. “Ya volverán”, se dijo nuevamente.
Se acomodó plácidamente en la reposera, habiendo decidido que en cualquier momento llegarían y dispuesto a seguir disfrutando de la paz que le producía su casa con jardín, cuando un ruido lo interrumpió. Era su estómago que le insinuó que quizás era más tarde de lo que pensaba. “¿Ya será la hora de la cena?, se preguntó. Y realmente tampoco le hubiese importado si lo era, hubiese preferido quedarse reposando cómodamente en la reposera extendida en su casa con jardín acompañado por la melodía estomacal, pero se dio cuenta de que si realmente era la hora de la cena su mujer y sus hijos ya deberían haber llegado. Bruscamente se incorporó, no por temor sino porque supuso que si su mujer hubiese decidido llevar a los niños a algún otro entretenimiento o a cenar afuera le hubiese avisado; y si lo hubiese hecho, él jamás habría escuchado el teléfono o su celular desde la reposera de su casa con jardín. Finalmente le hubiese enviado un mensaje de texto, y hacía allí iba, a revisar su teléfono celular y levantar los mensajes, si los hubiera, en el teléfono de línea.
Dio media vuelta en sentido a la casa, había orientado su reposera al frente, y emprendió el camino; pero habiendo dado un sólo pasó se detuvo, un profundo aroma atrajo su atención. El olor venía desde detrás de él, inspiró profundamente todavía de espaldas a la calle tratando de distinguir lo que pudiese provocar el aroma. Nuevamente volteó hacia la calle, y con la nariz apuntaba hacia donde suponía se originaba el extraño olor.
El olfato no era su sentido más agraciado, todo lo contrario. Tenía excelente visión y gran agudeza de oído. Pero era como si en la repartición de sensibilidad de los sentidos su olfato hubiese salido perjudicado. Varios segundos más tarde, el doble o el triple de tiempo que hubiese requerido cualquier persona sin ninguna afección nasal, identificó al azufre.

 
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