Debemos dar crédito a los cronistas que consignan el extremado aburrimiento de los reos políticos don Fernando Calpena y don Pedro Hillo en sus primeros días de cárcel. Y que los subsiguientes también fueron días muy tristes, no debe dudarse, si hemos de suplir con la buena lógica la falta de históricas referencias. Instaláronse en una habitación de pago, de las destinadas a los presos que disponían de dinero, y se pasaban todo el día tumbados en sus camastros, charlando si se les ocurría algo que decir, o si juzgaban prudente decirse lo que pensaban, y cuando no, mirábanse taciturnos. El aposento, con ventana enrejada al primer patio, no hubiera sido más desapacible y feo si de intento lo construyeran para hacer aborrecible la vida al infeliz que morara en él. Componíase el mueblaje de dos camas jorobadas, de una mesa que bailaba en cuanto se ponía un dedo sobre ella, de una jofaina y jarro en armadura de pino sin pintar, de cuatro sillas de paja y una percha con garfios como los de las carnicerías, clavada torcidamente en la pared. Depositario Hillo de los dineros de la incógnita, podían permitirse aquel lujo, propio de conspiradores, que les apartaba de la ingrata compañía de ladrones y asesinos. Otros presos políticos habíanse aposentado en iguales estancias del departamento de pago; en ellas han comido el pan del cautiverio, generación tras generación, innumerables héroes de los clubs y del periodismo, que desde tales cavernas se han abierto paso, ya por los aires, ya por bajo tietra, hacia las cómodas salas del Estado.
Días tardó el señor de Hillo en salir de su cavilación silenciosa; no estaba conforme, ni mucho menos, con el papel que forzosamente se le hacía representar en aquella comedia lúgubre, y una noche, después de cenar malamente, quiso romper ya el freno de la reserva o cortedad que le impedía dar suelta a las turbaciones de su alma; mas no encontrando la formulilla propia para empezar, se arrancó con unos versos de don Francisco Javier de Burgos, a quien tenía por el primer poeta del siglo, y en tono altisonante recitó:
De cera en alas se levanta, Julio,
quien competir con Píndaro ambicione;
Icaro nuevo, para dar al claro
piélago nombre...
- No me recite versos clásicos, don Pedro - le dijo Calpena -, si no quiere que yo vomite lo que cené... ¡Vaya con lo que sale ahora!
O al púgil claro que la elea palma
al Cielo eleva, o rápidos bridones
inmortalice...
- Que se calle usted, hombre, o allá le tiro una bota.
- Ya no me acordaba de que nos hemos hecho románticos. Así estamos. Hemos caído, nuevos Icaros, derretidas las alitas de cera, y nos hemos roto el espinazo...
- Y no en un claro mar, sino en esta cárcel nauseabunda, ha venido usted a purgar el pecado de meterse a redentor... Yo me alegro; créalo, me alegro como si me hubiera caído la lotería... Porque todo lo que le pase se lo tiene usted bien merecido.
- Es verdad; lo reconozco. Y con toda la honradez de mi carácter, declaro que la conducta de la señora invisible con éste su humilde servidor, es la conducta de un sátrapa de Oriente.
-¿Lo ves, clérigo, lo ves? - dijo riendo Calpena, que empezó a tutearle con familiaridad desdeñosa -. ¿No me oíste protestar del despotismo de la velada?... Ahora que sientes el palo sobre ti, lo reconoces...
- Ahora sí, pues si considero natural que la señora incógnita desee que una persona grave y sesuda custodie al niño en este encierro donde ha sido forzoso meterle, no me parece bien que arroje sobre mí el vilipendio de la prisión, sin acordarse de que soy sacerdote, aunque indigno...