En 1950, al evocar la imagen de Oscar Wilde (o más bien al iniciar en tomo de él una discusión sobre el sentido del ser en todo existir humano), el joven Juan José Sebreli decía con fervor sartreano: "El hombre no es, se hace, se va haciendo mientras vive. Su vida es creación, renovación constante, posibilidad de lo nuevo, de lo distinto de lo cambiante. Siempre puede ser otra cosa, porque es libre". Ahora, en 1984, al prolongar esta recopilación de sus ensayos, Sebreli se pregunta acerca del sentido de su propio ser: "¿Vale la pena empezar por el final? No, pienso con Hegel que la verdad no es solo el resultado sino el camino y no puede salteárselo". La respuesta es, pues, esta reunión de textos publicados a lo largo de treinta y cuatro años en revistas y diarios, entre ellos Sur y Contorno (significativamente, en dos espacios anatagónicos y fundamentales en la vida cultural argentina). En sus ensayos Sebreli interroga, acusa: a sí mismo, a los otros, al país. También admira y agradece. En cada una de sus páginas alienta una fuerte voluntad ética. El rechazo de actitudes sugeridas por los frentes del prestigio y la institucionalización se suma a la incitación constante a una acción que soslaye los maniqueísmos simplificadores o las ambiguedades del descompromiso: ni "celeste" ni "colorado", ni el craso empirismo ni el endeble idealismo moralizante. Tal es el sentido que tiene para Sebreli el riesgo del pensar y el actuar desde el pensamiento. Para él, la única moral válida es la de asumir que si bien la acción supone inexorablemente la posibilidad de erroe, no impide la obligación de la crítica y la autocrítica, ni la persistencia en la lucha: "...renunciar a la lucha es renunciar a la trascendencia, o sea renunciar a ser..." Tal es el imperativo que surge en los textos del Sebreli, en que ha encauzado libros suyos como Buenos Aires, vida cotidiana y alineación (1964) y Los deseos imaginarios del peronismo (1983), el que reaparece en sus polémicas con autores actuales o del pasado (Leopoldo Lugones, Eliseo Verón), en los admirables retratos de Victoria Ocampo y de Oscar Masotta (el reconocimiento y el afecto más allá de la discrepancia), en el agradecido recuerdo de sus maestros (Jean Paul Sartre, Hector Raurich), en el duro examen de las posiciones que él mismo ha asumido como intelectual combativo.
Ir al inicio
|