Fin


Primera página : Mapa para entender el mundo

Martes 08 de Marzo de 2011
Mapa para entender el mundo

 Por Miguel Sardegna

"No tenemos nada en común, excepto la soledad", sentencia un tal Miguel… Miguelito, según lo llama Remo. Y pronto reconocemos otras sensaciones que los unen, no solo a ellos, sino a todos los que viven allí: melancolía, desencanto, las huellas que dejan viejas ilusiones.

Basta asomarnos a las primeras páginas de Después de la tormenta para saber que los personajes de Daniel de Leo siempre sufren. El mundo que habitan es doloroso, la vida no les ofrece más que irremediable soledad y desencuentro.

Nosotros no queremos vivir así —nos sorprendemos diciendo en voz baja— gracias a Dios no vivimos en sus cuentos.

El dolor se esconde en distintos trajes, se disfraza sin conseguir ocultarse.

A veces es un padre moribundo que acepta, cómplice, un último regalo de su hijo.

A veces, es opresión. Viviani, por ejemplo. Viviani se desmorona tras la muerte de su mujer, pero más que la muerte misma, Viviani sufre por no haber podido llorarla, sufre por no ser responsable de los mecanismos que laten en su propia alma, esos que encienden y apagan piezas claves como el llanto. Ese llanto trunco no es una impostura de etiqueta o una rígida convención más: uno descubre pronto que ese llanto que Viviani busca es un modo de no sentirse ajeno al mundo… un mundo desalentador, sí, pero todavía capaz de hechos sorprendentes como los que promete el Lumba, el niño que dice obrar milagros.

Viviani acepta entrevistar a este "niño sanador", abandona el clima opresivo de oficina por una topografía no menos hostil. Entre calles de tierra minadas de pozos, pastizales y cascotes, podemos nosotros trazar un mapa del dolor… una "geografía del dolor", diría el japonés tatuador del cuento Tebori. Porque también duele la memoria en los cuentos de Daniel de Leo, las verdades hirientes laten en el propio cuerpo y no es posible hacer nada para sepultarlas.

Y hospitales, también hay hospitales en este mundo doloroso. El olor a remedios y agonía se estanca en los pasillos.

Y pueblos perdidos en la inmensidad de la nada, donde el tren hace tiempo dejó de pasar, y la vieja estación se ha vuelto un abandono de bichos y de pastos que llegan hasta la cintura. Ahí, ahí mismo entre esos yuyos altísimos, la memoria evoca anécdotas que acaso le sucedieron a otro.

 

Yo, sin ir más lejos, no recuerdo con precisión —siempre la memoria, la porosa memoria de la que tanto habla Después de la tormenta— no recuerdo bien, decía, cuándo conocí a Daniel. Siento que siempre hemos sido amigos.

Muchos de estos cuentos los he leído antes en versiones apenas diferentes, en Revista Axolotl, una publicación que tengo el placer de compartir con Daniel desde hace años. Con Daniel y muchos otros amigos, mis mejores amigos. Se trata de una auténtica celebración de literatura y amistad.

Literatura y amistad, dije. Acaso no sean dos cosas diferentes sino una y repetida.

También he escuchado alguno de estos cuentos de la propia voz de Daniel, matizada por el vino y la madrugada. Porque, ¿saben?, cada tanto nos juntamos a tomar vino y a leer. "Encuentros etílico-literarios", los llamamos. Las reglas son bien simples: una botella bajo un brazo, un cuento inédito, bien fresco, bajo el otro, y la predisposición a una crítica cínica y feroz. La crítica nunca fue cínica, mucho menos feroz, pero es atractivo creer que alguna vez habrá violencia literaria en nuestras reuniones, entre quesito y quesito.

Así, muchos de estos cuentos los leí —los escuché— con la cadencia de Daniel, con su voz bajita, apenas pronunciada. En esas tertulias Daniel nos leyó sobre El oreja, el niño asesino; o la historia de ese accidente y el extraño optimismo —un optimismo que aterra— en uno de sus sobrevivientes. ¿Por qué será que el optimismo excesivo siempre aterra?

Claro, nosotros no queremos sentir lo mismo que sienten esos desgraciados que habitan el libro de Daniel, nosotros no queremos aterrarnos.

Pero en realidad sabemos que Daniel no ha hecho otra cosa que retratarnos, retratarnos a nosotros, a cada uno de nosotros, porque Daniel ha retratado la condición humana. El barullo y las paredes grises de las que Viviani intenta escapar no son muy diferentes de nuestra propia rutina. También nosotros nos sentimos abrazados por una ola de hastío, como sus personajes. Un hastío que nos mece como mece el vaivén desencajado de un tren a General Rodríguez.

Todos vivimos una vida desencantada y opresiva, y nos redime la belleza de este mundo, que puede ser atroz, como son bellos y atroces estos cuentos.

Y esperamos. Esperamos sin esperar.

Como Viviani, queremos creer en la posibilidad del milagro.

Y somos felices a nuestra manera.

 
Publicado por Nomi Pendzik a las 16:50