Fin


Primera página : A las escondidas con la muerte

Sábado 14 de Noviembre de 2009
A las escondidas con la muerte

Por Myriam Toker

Volví a ver La máscara de la Muerte Roja de Roger Corman (1964) con nostalgia, y sin querer emprendí un viaje inesperado. Pero estoy segura de algo: del viaje salí de la mano de San Vicente de Paul, sin estridencias y sin volver atrás la cabeza, salvo para lamentar lo poco que se hace para bien de este mundo.

Con sus colores y sus inocentes trucos de imagen, la película de Corman tiene, a mi entender, una deliberada decadencia estética que me recordó a las puestas pobres de Rigoletto, de Verdi. Porque a la película, situada en las vecindades de Catania, le aparecieron nobles italianos que, por más que trato de justificar releyendo a Poe, sólo me llevan a fojas cero de la situación verdiana del Duque aliado con su bufón para hacer infelices a sus súbditos. Sus damas y caballeros pasan, por omisión, de ser invitados a cómplices que miran sin ofenderse los escándalos de palacio; pasan de ser espectadores complacientes de su depravación a partícipes de su soberbia; de necesarios peones de su orgía a instrumentos de su sadismo; y lo aplauden y lo vivan con mezcla de temor y triunfo, porque tal vez así se libren de ser las próximas víctimas. Próspero parece ofrecer las bacanales como ritual de su culto satánico, como un "líbranos del mal" rogado a un dios contrario, invertido, tiránico. Así, los raptos y la peste son lo que pasa afuera: no sólo extramuros, sino afuera de los lazos de la relación carnal con el poder, afuera de los lazos de la complicidad con la corrupción, que es la maldad.

Y de corrupción y maldad se trata La máscara de la Muerte Roja. Si faltaba algo para estar seguros, Corman tomó prestado de otro cuento de Edgar Allan Poe, "Hop Frog", al enano bufón y a Trippetta, su pequeña compañera bailarina, para acentuar los contrastes: dos víctimas pequeñas dentro de los muros del castillo, que con su historia paralela representan más particularmente el sufrimiento del pueblo que ha quedado afuera, librado al mal. La frase final de Poe es poderosa: "And Darkness and Decay and the Red Death held illimitable dominion over all", frase que a veces se encuentra traducida como "Y las tinieblas, y la corrupción, y la Muerte Roja lo dominaron todo". El significado de "decay", tanto por descomposición como por decadencia y corrupción, es muy cercano al de "maldad". Si las enfermedades letales, como la peste, son malignas, puede verse tejida en la palabra el arcano sentido moral con que se pensó siempre al verdadero origen de las enfermedades. El francés y el italiano, con malade y malattia, nombran a la enfermedad con palabras que tienen origen en malhábitus > malabtus > malaptus: el que tiene malos hábitos morales, el malo. Qué cerca están las cosas que destruyen al hombre, desde lo moral y desde lo físico. Y qué diferentes me parecen la película de Corman y el cuento de Poe, hoy. Hoy, cuando contra toda lógica, no sólo siguen las guerras, por el extremo más complejo de la escalada tecnológica, sino que nos vuelven a asolar las pestes, por la grieta más débil del poder de los gobiernos: la grieta moral.

Porque durante la infancia --cuando el terror venía en blanco y negro y después de muchas negociaciones con los padres--, bastaba muy poco para convencernos de que la seguridad estaba al alcance de la mano, no bien se terminaba la película. Si el susto nos revisitaba durante la noche como pesadilla, un vaso de agua y la mano de la madre sobre la frente nos devolvían a un mundo sin otro asalto que el del timbre del recreo. De alguna manera parecía que el oscurantismo había sido conquistado por el hombre, que llevaba sus triunfos a la luna, mientras en el barrio los chicos seguíamos jugando en la vereda porque plaga, peste, asesinos seriales, sida, Torres Gemelas, talibanes decapitando periodistas en la tele, no podían ser parte del futuro; porque el mundo tal y como nos lo enseñaron al amparo de la mirada adusta de Sarmiento, siempre evolucionaba.

Pero el tiempo pasó, y ahora es claro que los colores del horror estuvieron siempre ahí, aunque Poe y Corman ya no nos roban el sueño porque en estos años conocimos al terror helándonos los huesos y aprendimos que hay pesadillas de las que no se puede despertar. La vigilia de lo real nos hizo resistentes a mucho, a casi todo, y sonreímos con melancolía frente a ese príncipe Próspero del elegante Vincent Price, que se cree libre del mal por su alianza con el mal --como sus nobles-- pero al que la Justicia le llega. Y el viejo género de terror se nos transformó en cuentos de hadas. Paradójicamente, cosas como este cuento de hadas se redescubren con peso simbólico aún efectivo en nuestra realidad. Me pregunto qué sensación nos depararía una relectura cuidadosa del Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, esa novela histórica que hablaba de un pasado siglo XVII cuyo regreso nadie habría sospechado.

Al mundo le pasaron las cosas como en un estado de eterno retorno, sí, pero no al paraíso, sino a algo más letal que la corrupción: la indiferencia. Es como si la sucesión, la repetición, la comprobación de lo que tendría que haber quedado en los libros como la leyenda negra de las épocas de penumbra de la humanidad, se nos hubiera hecho un pan de cada día y en esa aceptación buscáramos la mano de mamá en la frente. Salvo que esta mano, ahora, nos hace sentir la marca de Caín. No porque tomemos el arma directamente contra el prójimo, sino porque aún preguntamos: "¿Acaso soy yo el custodio de mi hermano?". Porque aceptamos ser espectadores, todavía demasiado mareados para darnos cuenta de que la mirada pasiva es, frente a ciertas urgencias, complicidad con el crimen.

Hace unos años, un querido amigo que ha dejado este mundo preguntó: "¿Qué harían hoy los hombres si se crucificara a Cristo?". Él mismo contestó: "Lo pasarían por la televisión, lo mirarían".

Porque en Próspero vemos a los prósperos, pero no nos preguntamos bien quiénes son los que lo miran: somos nosotros. Y mirar no es ver. Ver es despertar.

La situación del encierro entre los muros de la corte del cuento de Poe y de la película de Corman me llevaron a la película Monsieur Vincent (Señor Vicente, 1947), dirigida por Maurice Cloche, escrita por nada menos que Jean Bernard-Luc y Jean Anouilh, y protagonizada por Pierre Fresnay. La película recibió, entre muchos otros premios, un Oscar en 1948. En la escena inicial se presenta el encierro de los nobles de la región de Rhône-Alpes, Lyon, en 1617, dejando afuera a la temida peste. Por esas callejas, por ese afuera, viene caminando San Vicente de Paul hacia su iglesia de Chastillon les Dombes. No del lado del que pide librarse del mal en el sentido de enfermedad física, sino por las vías del que pide librarse del mal del alma, el que se entrega y no corre peligro de contagio porque a las puertas del cielo el diablo se arrodilla, que es como decir que el corazón del justo siempre está a salvo. Le tiran piedras, porque la piedra es el símbolo del que no sabe, del que no conoce, pero el santo sigue su camino, y más que nunca se mezcla con los pobres y los apestados. Porque lo que tenga que quedar intacto, quedará.


La mirada del Señor Vicente, en creación del actor Pierre Fresnay.

Como si fuera posible, los prósperos levantan barricadas de miedo entre el pueblo, su "afuera", y sus estamentos de poder. ¿Y qué mal no ataca al corazón huérfano de moral? Ahora los muros pueden no ser de piedra: pueden ser de palabras, de ideas. Las piedras que se tiran contra el que camina libre por la calle pueden ser sospechas, acusaciones. Pero la situación es la misma; con sus acólitos del culto del poder y sus bufones, los discursos de los prósperos parecen exorcismos medievales contra lo que no puede contenerse: gripe, descontento, los signos del hombre luchando por el orden, por encontrar una fe. Porque a aquellos que dejamos de mirar, de esperar, de ser espectadores, los que respondemos por el hermano, los que sabemos de qué mal hablamos cuando pedimos que se nos libre del mal, los que rechazamos el pan amargo de la incredulidad, los que despertamos pese al miedo y somos plaga, los que andamos del lado por el que huellan los santos, no se nos ha prometido la prosperidad sino el paraíso, y no hay campo de concentración que contenga la infección que llevamos dentro. Pero, para terror de los que se parapetan en exorcismos partidarios, a esta plebe de la verdad en la que se ha transformado el pueblo, no se la puede contener más con mentiras. El hombre manso con el barbijo como todo escudo, el que se ha quedado afuera del banquete, ese número necesario a la hora de votar y molesto a la hora de dar cuentas, el hombre mal comido parecería hoy, en su silencio, el más peligroso de los antagonistas de Vincent Price.

Corman eligió salvar a los buenos. Poe, la destrucción de todo. Nosotros aún podemos elegir, como el señor Vicente, porque hay mucho por hacer como para detenerse por unos cuantos nobles muertos de miedo. Y que tiemblen las almenas, que contra la verdad no hay antídoto.

 
Publicado por Marcelo di Marco a las 20:11