El pelo al viento
El pelo al viento, la mochila cargada en su espalda y los ojos entrecerrados
protegiéndose del sol. El calor comienza a sentirse, pero no es más que una
quemazón en la piel, un fuego al cual está acostumbrada.
El camino está en blanco. Muchos otros habrán dejados huellas en él pero para
Nora son invisibles, sólo las propias pueden señalar lo dejado atrás.
No es sencillo iniciarlo sola, agarrar las pocas pertenencias y tirarse a
hacer kilómetros. Los pies molestan, la mochila raspa en la cintura pero
aguanta.
Se va amigando con el cuerpo cuanto más refugio haya en su interior. Se
encuentra con su ser, parece en blanco como el camino, pero es que aún no se ha
dado tiempo para escuchar el silencio. Está en el medio de la nada, pero la nada
lo es todo, está llena de imágenes, de emociones, de vivencias; no existe el
silencio o la nada para el ser racional, afirmarlo es una falacia. El cuerpo
flota, se hace distante.
Camina un rato en dirección a las montañas creyendo que quizás detrás de
estas encuentre la civilización. Van varias horas deambulando, no sabe si es el
sendero correcto, pero tiene que confiar y seguir adelante.
Decide descansar a la orilla de un arroyo y escuchar el agua correr, pierde
los ojos en el cielo que se torna rosáceo anunciando el atardecer. Luego de unos
momentos recoge con un lienzo su cabello, se moja la cara, y anima a sus pies a
seguir caminando.
El desierto es árido y su inmensidad se llena de voces. La tierra seca y
rojiza lo cubre todo y Nora imagina lo bello que será llegar a un lugar más
confortable.
En verdad sólo quisiera estar a salvo, saber que hay un otro cerca aunque
decida estar sola. Si tan solo pudiera llegar a algún sitio se sentiría
mejor.
Un zorro pequeño se cruza y la joven sonríe. Escucha pájaros cantar y la
caminata se torna más fácil, se comparte.
No había notado antes lo esclavizante del sostén que lleva, lo arranca, lo
abandona, se alivia. Los zapatos quedan en el camino y por último porta su piel
como única posesión. El lienzo resbala del cabello y lo libera. Ya no importa lo
que pase cuando llegue al otro lado, simplemente no desea más su ropa ni cargas
innecesarias.
Decide parar por la noche. Encuentra un árbol, se ubica cerca y lo nombra su
protector. Se acurruca junto a él y confía, logra dormir unas horas. Despierta
sobresaltada y con sed; retoma la caminata aunque aún no amanece. La sed
incrementa y no hay señales de agua cerca, finalmente halla un salto y bebe.
Falta poco, se ven las luces a lo lejos.
Ahora no sabe si quiere llegar, no sabría qué decir, sólo quisiera bañarse y
dormir pero no quiere explicarse a nadie. Perdió conciencia de su desnudez, de
las ampollas de los pies, de los labios cortados.
Siente que retornó a algo básico, tan básico que teme haber perdido la
facultad de comunicarse con los otros. El lenguaje oral le es insuficiente, cree
que allí sólo encontrará ruido, voces vacías, y que no querrá hablar más.
Se va quedando tranquila, no tendrá que hablar si no quiere. Hablará lo justo
y necesario, sólo lo que desee.
Entra al pueblo y le miran su desnudez. No se intimida, no se asombra, ya es
suya. Toma el cuarto de un motel, se hace un vestido con las sabanas y con eso
viste desde entonces. El mundo ha cambiado para Nora, el antiguo sentido
cotizable quedó regado por ahí pudriéndose al sol. No más ropas, ya no tanto
ropaje.
Nora está más callada, su voz vibra para emitir las ondas sólo verdaderamente
intencionadas
El pelo al viento cada vez más largo, cada vez más salvaje, cada vez más
puro, cada vez un cuerpo más humano. Nora empieza a caminar, nada es lo mismo,
la montaña es otra, la ciudad también, es hora de comenzar.