«Al regresar de mis paseos encuentro a mi padre siempre
solo, en el gran salón, de codos junto a un candelero, bajo estos dorados
descoloridos que cubren nuestros carcomidos artesonados. Me ve llegar con
tristeza... Mi pena aviva la suya. ¡Oh Atenaida! En el fondo de este
salón, junto a la ventana, está el clavecino que recorrían
vuestros deliciosos dedos, que sólo una vez tocaron mis labios, mientras
los vuestros se entreabrían dulcemente a los acordes de la más
suave música..., de tal modo que vuestro canto no era sino una sonrisa.
¡Ah, qué deliciosos Rameau, Lulli, Duni y qué sé yo
cuántos otros! ¡Oh, sí! ¡Vos los amáis, y
siempre están en vuestra memoria! ¡Su hálito ha cruzado por
vuestros labios! También yo me siento ante el clavecino y trato de tocar
una de esas sonatas que tanto os placen, y que ahora me parecen frías y
monótonas; me paro de pronto, y las oigo extinguirse, mientras el eco se
apaga bajo esta bóveda lúgubre. Mi padre se vuelve hacia mí
y me contempla desolado. ¿Qué puede hacer él? Un chisme
callejero, de antecámara palaciega, ha apretado nuestros grillos. Me ve
joven, ardiente, lleno de vida, sin más deseo que estar en el gran mundo,
y aunque es mi padre, nada puede hacer...»
-¿No se diría -dijo el rey- que al mozo, yendo de
caza, le hubiera matado el halcón en su propia mano? ¿Acaso alude
a alguien?
«Es muy cierto -replicó la marquesa, prosiguiendo
su lectura en tono más bajo-, es muy cierto que somos vecinos cercanos y
lejanos parientes del abate Chauvelin...»