«¡Si supierais cuán tristes estamos!
¡Ay, amiga mía! ¡Durante todo el día me paseo a solas
por estas tierras de Neauflette, por este pabellón de Vauvert, por estos
bosquecillos! Ayer, el jardinero odioso se presentó con su rastra; pero
le he prohibido que rastrille. Iba a profanar la arena... La huella de vuestros
pasos, más frágil que la brisa, aun no se había borrado. La
punta de vuestros menudos pies y vuestros altos tacones blancos aun se marcaban
en el paseo; parecían caminar ante mí, mientras iba siguiendo
vuestra divina imagen, y vuestra sombra, como posándose sobre el fugitivo
rastro, se animaba por momentos. Fue aquí, departiendo a lo largo del
parterre, donde tuve ocasión de conoceros y apreciaros. Una
educación admirable en un angelical espíritu; la dignidad de una
reina junto a la gracia de una ninfa; un lenguaje sencillo para unos
pensamientos dignos de Leibnitz; la abeja de Platón en los labios de
Diana: todo esto me envolvía en cendal de adoración. Y entretanto,
entonces, las bien amadas flores esparcían su aroma en torno nuestro. Las
aspiré escuchándoos y en su perfume vive vuestro recuerdo. Ahora
doblan sus corolas, como, mostrándome la muerte...»
-Ése es un mal discípulo de Juan Jacobo -dijo el
rey-. ¿Para qué me leéis eso?
-Porque Vuestra Majestad me lo ha ordenado por los lindos ojos
de mademoiselle de Annebault.
-Ciertamente, sus ojos son lindos.