-Sigamos: la muchacha es bonita.
Madame
Pompadour, en el tono más suavemente
burlón, empezó a leer una larga epístola, pródiga en
grandes tiradas amorosas.
«¡Ved -decía su autor- cómo me
persigue el destino! Todo parecía dispuesto a satisfacer mis deseos, y
hasta vos misma, mi tierna amiga, ¿no me habíais hecho esperar la
felicidad? Sin embargo, por una falta que no he cometido, he de renunciar a
ella. ¿No es excesiva crueldad haberme dejado entrever el cielo, para
precipitarme en el abismo? ¿Gozaríais del bárbaro placer de
mostrar a los ojos de un pobre condenado a muerte cuanto puede hacer la vida
atrayente y amante? No obstante, tal es mi suerte; no me queda otro refugio ni
otra esperanza que la tumba, pues mi desgracia me impide aspirar a vuestra mano.
Cuando la fortuna me sonreía ponía toda mi esperanza en que
llegaseis a ser mía; pobre ahora, me daría horror atreverme a
seguir pensando en vos, y, puesto que no puedo haceros dichosa, aunque muriendo
de amor, os prohíbo que me améis...»
La marquesa sonrió a estas palabras.
-He aquí un hombre honrado, señora -dijo el rey-.
¿Pero qué es lo que le impide casarse con su amada?
-Permitid, Sire, que continúe: