Una noche que se hallaba junto al fuego, sentado a la chimenea
y, como de ordinario, melancólico, la marquesa, hojeando un legajo de
cartas, se echó a reír encogiéndose de hombros. El rey le
preguntó qué sucedía.
-Que acabo de ver -respondió la marquesa- una carta sin
sentido común, pero muy conmovedora, y que da lástima.
-¿Quién la firma? -dijo el rey.
-Nadie; es una carta de amor.
-¿Y a quien va dirigida?
-Eso es lo gracioso. A mademoiselle de Annebault,
sobrina de mi buena amiga madame de Estrades. Seguramente la han metido
entre estos papeles para que yo la viera.
-¿Y qué es lo que dice? -añadió el
rey.
-Ya os lo he dicho; habla de amor. Es cosa de Vauvert y de
Neauflette. ¿Hay por allí algún gentilhombre?
¿Recuerda Vuestra Majestad?
El rey se picaba de conocer a fondo toda Francia, es decir, la
nobleza de Francia. La etiqueta de su corte, que había estudiado muy
bien, no le era más familiar que los blasones de su reino; ciencia bien
reducida, puesto que no sabía nada más; pero se envanecía
de ello; ante sus ojos toda noble jerarquía era como la escalinata de su
trono, y quería pasar por su maestro. Después de permanecer unos
momentos pensativo, frunció las cejas como ante un recuerdo desagradable,
y haciendo a la marquesa seña de que leyera, volvió a hundirse en
su sillón, y dijo sonriendo: