-¡Ay de mí, estoy perdido! -exclamó Zanga.
-Estás salvado si contestas que al salir del palacio de la inquisición trajiste el arca a mi casa.
Zanga estaba muy disgustado por haber comprometido las mercancías de su prima, pero había tenido miedo del aparecido; ahora tenía miedo de don Blas y parecía incapaz de comprender las cosas más sencillas. Sancha le repetía con todo detalle sus instrucciones sobre lo que tenía que contestar al jefe de policía para no comprometer a nadie.
-Aquí tienes diez ducados para ti -le dijo don Fernando, apareciendo de repente-; pero, si no dicen exactamente lo que te ha explicado Sancha, este puñal te matará.
-¿Y quien es vuestra merced, señor? -preguntó Zanga.
-Un desdichado «negros (sic) perseguido por los voluntarios realistas.
Zanga estaba perplejo; su pavor llegó al extremo cuando vio entrar a dos de los esbirros de don Blas. Uno de ellos se apoderó de él y le condujo ante su jefe. El otro venía simplemente a notificar a Sancha que tenía que comparecer en el palacio de la inquisición; su misión era menos severa.
Sancha bromeó con él y le animó a probar un excelente vino Rancio (sic). Quería hacerle hablar para que diera algunas indicaciones a don Fernando, el cual podía oírlo todo desde el lugar donde estaba escondido. El esbirro contó que Zanga, huyendo del aparecido, había entrado pálido como la muerte en una taberna, donde contó su aventura. En aquella taberna se encontraba uno de los espían encargados de descubrir al «negro», o liberal, que había matado a un,realista, y fue corriendo con su informe a don Blas.
-Pero nuestro jefe, que no es tonto -añadió el esbirro-, dijo en seguida que la voz que había oído Zanga era la del «negro», escondido en el cementerio. Me mandó a buscar el arca y la encontramos abierta y manchada de sangre. Don Blas pareció muy sorprendido y me ha mandado aquí. Vamos.
«Muertas somos Inés y yo se -decía Sancha, dirigiéndose con su esbirro al palacio de la Inquisición-. Don Blas habrá reconocido el arca; en este momento ya sabe que un extraño se introdujo en su casa.»
La noche era muy oscura. Por un momento, Sancha tuvo la idea de escapar. «Pero no -se dijo-, sería infame abandonar a doña Inés, que es tan inocente y en este momento no debe de saber qué contestar.»
Al llegar al palacio de la inquisición, le extrañó que la hicieran subir al segundo piso, al aposento mismo do Inés. El lugar de la escena le pareció de siniestro augurio. La habitación estaba muy iluminada.
Encontró a doña Inés. sentada junto a una mesa, a don Blas de pie a su lado, echando chispas por los ojos, y, ante ellos, abierta, el arca fatal. Estaba toda manchada de sangre. En el momento en que entró Sancha, don Blas estaba interrogando a Zanga. Le hicieron salir inmediatamente.
«¿Nos habrá traicionado? -se decía Sancha.-; ¿Habrá entendido lo que le dije que contestara? La vida de doña Inés está en sus manos.»
Sancha miró a doña Inés pata tranquilizarla; no vio en sus ojos más que serenidad y entereza. Sancha se quedó atónita. « ¿De dónde saca tanto valor esta mujer tan apocada?»Desde las primeras palabras de su respuesta a las preguntas de don Blas, Sancha observó que este hombre, habitualmente tan dueño de sí mismo, estaba como loco. Pronto se dijo, hablándose a sí mismo:
-¡La cosa está clara!
Doña Inés debió de oír estas palabras, como las oyó Sancha, pues dijo con un tono muy natural:
-Con tantas velas encendidas, esto está como un horno.
Y se acercó a la ventana.
Sancha sabía cuál era su proyecto unas horas antes, y comprendí aquel movimiento. Fingió un violento ataque de nervios.
-Esos hombres quieren matarme -exclamó- porque salvé a don Pedro Ramos.
Y agarró fuertemente a Inés por la muñeca.
En medio del extravío de un ataque de nervio,, las medias palabras de Sancha decían que, a poco de llevar Zanga a su casa el arca de los géneros, irrumpió en su cuarto un hombre todo ensangrentado y con un puñal en la mano. «Acabo de matar a un voluntario realista -había dicho- y los compañeros del muerto me están buscando. Si usted no me socorre, me matan ante sus propios ojos... ».
-¡Ah, vean esta sangre en mi mano -exclamó Sancha, como enajenada-, quieren matarme!
-Siga -dijo don Blas fríamente.
-Don Ramos me dijo: «El prior del convento de los Jerónimos es tío mío; si puedo llegar a su convento, estoy salvado.» Yo temblaba de miedo; don Pedro vio el arca abierta, de donde yo acababa de sacar mis tules ingleses. De pronto va y arranca los paquetes que todavía quedaban en el arca, y se mete él dentro. «Cierre con llave sobre mí -exclamó- y que lleven el arca al convento de los Jerónimos sin perder momento.» Y me echó un puñado de ducados; aquí los tiene: es el precio de una impiedad, me horrorizan...
-¡Bueno, menos cuentos! -exclamó don Blas.
-Tenía miedo de que me matara si no obedecía -continuó Sancha-; tenía aún en la mano izquierda el puñal, lleno de la sangre del pobre voluntario realista. Tuve miedo, lo confieso; mandé a buscara Zanga, y éste cogió el arca y la llevó al convento. Yo tenía...
-Ni una palabra más o eres mueca -la interrumpió don Blas, a punto de adivinar que Sancha quería ganar tiempo.
A una señal de don Blas, salen en busca de Zanga. Sancha observa que don Blas, habitualmente impasible, está fuera de sí; tiene dudas sobre la persona a la que, desde hacía dos años, creía fiel. El calor parece agobiarle. Pero la más vera Zanga, conducido por el esbirro, se arroja sobre él y le aprieta furiosamente el brazo.
«Llegó el momento fatal -se dije Sancha-. De este hombre depende la vida de doña Inés y la mía. Me es muy fiel, pero esta noche, asustado por el aparecido y por el puñal de don Fernando, ¡sabe Dios lo que va a decir! ».
Zanga, violentamente sacudido por don Blas, le miraba con ojos espantados y sin contestar.
«¡Dios mío! -pensó Sancha-, le van a hacer prestar juramento de decir la verdad, y, como es tan devoto; no querrá mentir por nada del mundo.»
Por casualidad, don Blas, que estaba en su tribunal, olvidó hacer que el testigo prestara juramento. Por fin Zanga, estimulado por el gran peligro, por las miradas de Sancha y por su mismo miedo, se decidió a hablar. Fuera por prudencia o por verdadera turbación, su relato resultó muy embrollado. Dijo que, llamado por Sancha para cargar otra vez el arca que había traído poco antes del palacio de monseñor el jefe de policía, le había parecido mucho más pesada. Como no podía más, al pasar por el muro del cementerio la apoyó en el parapeto. Oyó muy cerca de su oído una voz quejumbrosa y echó a correr.
Don Blas le asediaba a preguntas, pero parecía él mismo abrumado de cansancio. Ya muy avanzada la noche, suspendió el interrogatorio para reanudarlo a la mañana siguiente. Zanga no se había cortado todavía. Sancha pidió a Inés que la permitiera ocupar el gabinete contiguo a su dormitorio, donde antes pasaba la noche. Probablemente, don Blas no oyó las pocas palabras que se dijeron a este respecto. Inés, que temblaba por don Fernando, fue a buscar a Sancha.
-Don Fernando está a salvo, pero -continuó Sancha- la vida de usted y la mía penden de un hilo. Don Bias sospecha. Mañana por la mañana va a amenazar en serio a Zanga y a hacerle hablar por medio del fraile que confiese a ese hombre y que tiene mucho dominio sobre él. El cuento que yo he contado no servía mas que para salir del paso en el primer momento.
-Bueno, pues, huye, querida Sancha -repuso Inés, con su noche dulzura acostumbrada y como si no la preocupara en absoluto la suerte que a ella misma la espetaba a las pocas horas-. Déjame morir sola. Moriré dichosa: tengo conmigo la imagen de don Fernando. La vida no es demasiado para pagar la felicidad de haber vuelto a verle al cabo de dos años. Te ordeno que me dejes ahora mamo. Vas a bajar al patio grande y a esconderte junto a la puerta. Espeto que podrás salvarte. Sólo te pido una cosa: entrega esta cruz de diamantes a don Fernando y dile que muero bendiciendo la idea que tuvo de volver de Mallorca.
Al apuntar el alba y oír el toque del Angelus, doña Inés despenó a su marido para decirle que iba a oír la primera misa del convento de las Clarisas. Aunque este convento estaba en la casa, don Blas, sin contestarle una palabra, hizo que la acompañaran cuatro de sus criados.
Al llegar a la iglesia, Inés se arrodilló junto a la teja de las religiosas. Pasado un momento, los guardianes que don Blas había puesto a su mujer vieron abrirse la reja. Doña Inés entró en la clausura. Declaró que, en un voto secreto, se había hecho monja y no saldría jamás del convento. Don Blas acudió a reclamar a su mujer, pero la abadesa había mandado aviso al obispo. El prelado contestó en tono paternal a los arrebatos de don Blas.
-Desde luego, la ilustrísima doña Inés Bustos y Mosquera no tiene derecho a consagrarse al Señor si es esposa legítima de usted; pero doña Inés teme que en su casamiento hubo ciertas causas de nulidad.
A loa pocos días, doña Inés, que estaba en pleito con su marido, apareció en su cama acribillada a puñaladas. Y, como consecuencia de una conspiración descubierta por don Blas, el hermano de Inés y don Fernando acaban de ser decapitados en la plaza de Granada.