Pareció despertarse de pronto toda su sagacidad de jefe de policía.
-¡Esto en mi casa! -repitió cinco o seis veces, mientras doña Inés le contaba los temores de Sancha y la historia del arca.
-Dame la llave -dijo don Blas con gesto duro.
-No quise recibirla -contestó Inés-: podría encontrarla uno de tus criados. A Sancha le gustó mucho que me negara a quedarme con la llave.
-¡Muy bien! -exclamó don Blas-; pero yo tengo en la caja de mis pistolas los medios necesarios para abrir todas las cerraduras del mundo.
Se dirigió a la cabecera de la cama, abrió una caja llena de armas y se acercó al arca con un paquete de ganzúas inglesas.
Inés abrió las persianas de una ventana y se inclinó hacia fuera como para poder arrojarse a:a calle en el momento en que don Blas descubriera a Fernando. Pero el odio que Fernando tenía a don Blas le había devuelto toda su sangre fría, y se le ocurrió poner la punta de su puñal detrás del pestillo de la mala cerradura del arca; don Blas manipuló en vano con sus ganzúas inglesas.
-¡Qué raro! -dijo don Blas, incorporándose, estas ganzúas no me habían fallado nunca. Querida Inés, retrasaremos el paseo. Con la idea de esta arca, que quizá esté llena de papeles criminales, no estaría contento ni siquiera al lado tuyo. ¿Quién me dice que, en mi ausencia, el obispo, enemigo mío, no hará un registro en mi casa valiéndose de una orden arrancada con engaño al rey? Voy a ir a mi despacho y volveré en seguida con un cerrajero que lo hará mejor que yo.
Salió. Doña Inés dejó la ventana para cerrar la puerta. En vano le suplicó don Fernando que huyera con él.
-No conoces la vigilancia del terrible don Blas -le dijo-; en unos minutos puede ponerse en comunicación con sus agentes a varias leguas de Granada. ¡Ojalá pudiera yo huir contigo para ir a vivir en Inglaterra! Figúrate que esta casa tan grande es registrada cada día hasta en los menores rincones. Sin embargo, voy a intentar esconderte. Si me amas, sé prudente, pues yo no sobreviviría.
La conversación fue interrumpida por un gran golpe en la puerta; Fernando se puso detrás de ésta con el puñal en la mano. Afortunadamente, no era más que Sancha. Se lo contaron todo en dos palabras.
-Pero, señora, usted no piensa que, al esconder a don Fernando, don Blas encontrará el arca vacía. ¿Qué podremos mecer en ella en tan poco tiempo? Pero, en el apuro, se me olvidaba una buena noticia: toda la población está en vilo y don Blas muy ocupado. A don Pedro Ramos, el diputado u Cortes, le insultó un voluntario realista en el café de la Plaza Mayor, y don Pedro acaba de matarle a puñaladas. He visto ahora a don Blas rodeado de sus esbirros en la Puerta del Sol. Esconda a dan Fernando, voy a buscar por todas partes a Zanga para que venga a llevarse el arca con don Fernando dentro. Pero ¿ nos dará tiempo? Lleven el arca a otra habitación, para tener una primera respuesta que dar a don Blas y que no le mate: de repente. Dígale que fui yo quien mandó trasladar el arca y quien la abrió. Sobre todo, no nos hagamos ilusiones: ¡si don Blas vuelve antes que yo, morimos todos!
Los consejos de Sancha no impresionaron mucho a los amantes; llevaron el arca a un pasadizo oscuro y e contaron la historia de sus vidas desde hacía dos años.
-No encontrarás reproches en tu amiga -decía Inés a don Fernando; te obedeceré en todo: tengo el presentimiento de que nuestra vida no sería larga. No sabes en qué poco tiene don Blas su vida y la ajena; descubrirá que te he visto y me matará ¿Qué encontraré en la otra vida? -continuó, después de un momento de abstracción-; ¡castigos eternos!
Y se arrojó al cuello de Fernando.
-Soy la más feliz de las mujeres -exclamó-. Si encuentras algún medio para vernos, házmelo saber por Sancha; tienes una esclava que se llama Inés.
Zanga no volvió hasta la noche; se llevó el arca, en la que se había vuelto a meter Fernando. Varias veces le interrogaron las patrullas de esbirros, que buscaban por todas partes al diputado liberal sin encontrarle; como Zanga les decía que el arca que llevaba pertenecía a don Blas, siempre le dejaban pasar.
La última vez le pararon en una calle solitaria que bordea el cementerio; la separa cíe éste, que está a doce o quince pies más abajo, un muro que, por el lado de la calle, permite apoyarse en él. Y en él apoyaba Zanga el arca mientras contestaba a los esbirros.
Como le habían hecho llevarse rápidamente el arca por miedo a que volviera don Blas, la había cargada de tal orado, que don Fernando iba cabeza abajo; esta posición le producía un dolor insoportable; esperaba llegar pronto, y cuando notó el arca inmóvil, perdió la paciencia, reinaba en la calle un gran silencio; don Fernando, calculó que debían de ser lo menos las nueve de la noche. «Unos cuantos ducados -pensó- me asegurarán la discreción de Zanga». Vencido por el dolor, le dijo en voz muy baja:
-Da la vuelta al arca; así estoy sufriendo terriblemente.
El cargador, que, a tan avanzada hora, no estaba muy tranquilo contra la pared del cementerio, se asustó de aquella voz tan cerca de su oído; creyó estar oyendo a un aparecido y huyó a todo correr. El arca quedó en pie sobre el parapeto; el dolor de don Fernando iba en aumento. Al no recibir respuesta da Zanga, comprendí que le había abandonado. Por mucho peligro que hubiera, decidió abrir el arca. Hizo un movimiento violento que le precipitó al cementerio.
El choque de la caída le aturdió y tardó unos momentos en recobrar el conocimiento; veía las estrellas brillar sobre su cabeza: al caer el arca se había abierto la cerradura, y él se encontró tendido en la tierra recién removida de una tumba. Pensó en el peligro que podía correr Inés y esto le devolvió toda su fuerza.
Le corría la sangre, estaba muy maltrecho, pero consiguió levantarse y después andar; le costó algún trabajo escalar el muro del cementerio y luego llegar a casa de Sancha. Esta, al verle ensangrentado, creyó que don Blas le había descubierto.
-Hay que reconocer -le dijo riendo, cuando se tranquilizó a este respecto -que nos has metido en un buen lío.
Convinieron en que había que aprovechar la noche a todo trance pata llevarse el arca caída en el cementerio.
-Si mañana un espía de don Blas descubre esa maldita arca, muertas somos doña Inés y yo -dijo Sancha.
-Seguramente está manchada de sangre -observó don Fernando.
Zanga era el único hombre que podían utilizar. Hablando de él estaban, cuando llamó a la puerta de Sancha, que le causó gran asombro diciéndole:
-Ya sé lo que vienes a contarme. Abandonaste mi arca y se cayó al cementerio con todas mis mercancías de contrabando. ¡Qué pérdida para mí! Verás lo que va a ocurrir: don Blas te interrogar esta noche o mañana por la mañana.