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Cuando ella estaba hablando todavía, entró Zanga, un mozo de cordel, primo de Sancha, que iba a llevar el arca en su mulo a Granada. Al ruido que hizo al entrar, don Fernando se había apresurado a bajar sobre él la tapa del arca. Por si acaso, Sancha la cerró con llave. Era más imprudente dejarla abierta. A eso de las once de la mañana de un día del mes de junio, don Fernando entró en Granada transportado en un arca; estaba a punto de asfixiarse. Llegaron al palacio de la inquisición Mientras Zanga subía la escalera, don Fernando tenía la esperanza de que dejarían el arca en el segundo piso, y quizá en la habitación de Inés.

Cuando cerraron las puertas y ya no oyó ningún ruido, intentó, con ayuda de su puñal, abrir la cerradura del arca. Lo consiguió. Con indecible: alegría, se dio cuenta de que erraba, en efecto, en el dormitorio de Inés. Vio vestidos de mujer y reconoció junto a la cama un crucifijo que en otro tiempo estaba en su cuartito de Alcolore. Una voz, después de una violenta disputa, Inés le llevó a su habitación y ante aquel crucifijo le juró un amor eterno.

Hacía muchísimo calor y la habitación estaba muy oscura. Las persianas estaban cerradas, lo mismo que las grandes cortinas, de finísima muselina de las indias, drapeadas hasta el suelo.

Apenas alteraba el profundo silencio el rumor de un pequeño surtidor que, subiendo a unos cuantos pies en un rincón del aposento, volvía, caer en su concha de mármol negro.

El ruido tan leve de este pequeño surtidor hacía estremecer a don Fernando, que había dado en su vida veinte pruebas del más audaz arrojo. Estaba lejos de encontrar en el cuarto de Inés aquella felicidad perfecta que tantas veces había soñado en Mallorca pensando en los medios de llegar a aquella habitación. Desterrado, dolorido, separado de los suyos, un amor apasionado y que en la persistencia y la uniformidad de la desgracia había llegado casi a la locura, constituía todo el carácter de don Fernando.

En este momento, un único sentimiento le embargaba: el miedo a hacer enfadar a aquella Inés a la que él sabía tan casta y tímida. Si yo no creyera que el lector conoce algo la manera de ser, singular y apasionada, de la gente meridional, me daría vergüenza confesarlo: don Fernando estuvo a punto de desmayarse cuando, poco después de dar las dos en el reloj del convento, oyó en medio del profundo silencio unos pasos ligeros subiendo la escalera de mármol. En seguida se acercaron a la puerta. Don Fernando reconoció el andar de Inés y, no atreviéndose a afrontar el primer momento de indignación de una persona tan fiel a sus deberes, se escondió en el arca.

El calor era abrumador, profunda la oscuridad. Inés se acostó, y en seguida la tranquilidad de su respiración hizo comprender a don Fernando que estaba dormida. Sólo entonces se atrevió a acercarse a la cama. Y vio a aquella Inés que desde hacía tantos años era su único pensamiento. Sola, a su merced en la inocencia de su sueño, le dio miedo. Este singular sentimiento aumentó cuando se dio cuenta de que, en los dos años que él había pasado sin verla, su semblante había tomado una impronta de fría dignidad que él no le conocía.

Sin embargo, la felicidad de volver a verla penetró poco a poco en su alma; ¡formaba su relativa desnudez un contraste tan encantador con aquel aire de dignidad severa!

Comprendió que la primera idea de Inés al verle sería huir. Fue a cerrar la puerta y retiró la llave.

Por fin llegó el momento que iba a decidir todo su porvenir. Inés hizo unos movimientos, estaba a punto de despertarse; Fernando tuvo la inspiración de ir a arrodillarse ante el crucifijo que ya en Alcolote estaba en el dormitorio de Inés. Cuando ésta abrió los ojos, todavía adormilados, pensó que Fernando acababa de morir lejos y que aquella imagen suya que veía ante el crucifijo era una visión. Permaneció inmóvil y erguida ante la cama y con las manos juntas.

-¡Pobre desdichado! -dijo con una voz trémula y casi inaudible.

Don Fernando, de rodillas aún y un poco en escorzo pata mirarla, le señalaba el crucifijo; pero, en su turbación, hizo un movimiento. Inés, ya del todo despierta, comprendió la verdad y huyó hacia la puerta, encontrándola cerrada.

-¡Qué osadía! -exclamó-. ¡Salga de aquí, don Fernando!

Inés se retiró al rincón más lejano, hacia el pequeño surtidor.

-¡No se acerque, no se acerque! -repetía con voz convulsa -¡Salga de aquí!

En sus ojos brillaba el resplandor de la virtud más pura.

-No, no me marcharé antes de que me oigas. Han pasado dos años y no puedo olvidarte; noche y día tengo tu imagen ante los ojos. ¿No me juraste ante esta cruz que serías mía para siempre?

-¡Salga de aquí -le repetía ella con furia-, o llamo y nos degollarán a los dos!

Se dirigió hacia una campanilla, pero don Fernando se le adelantó y la estrechó en sus brazos. Don Fernando estaba temblando; Inés lo notó muy bien y perdió toda la fuerza que le daba la ira.

Don Fernando ya no se dejó dominar por los pensamientos de amor y voluptuosidad y se atuvo estrictamente a su deber.

Temblaba más que Inés, pues se daba cuenta de que acababa de obrar con ella como un enemigo; pero no encontró cólera ni arrebato.

-¿Es que quieres la muerte de mi alma inmortal? -le dijo Inés-. Por lo menos, cree una cosa: que te adoro y nunca amé a nadie más que a ti. Ni un solo minuto de la abominable vida que llevo desde mi boda he dejado de pensar en ti. Era un pecado espantoso; he hecho cuanto he podido por olvidarte, pero en vano. No te horrorices de mi impiedad, Fernando mío. ¿Lo creerás? Muchas veces, ese santo crucifijo que aquí ves, junto a mi cama, ya no me presenta la imagen del Salvador que ha de juzgarnos, sólo me recuerda los juramentos que te hice extendiendo la mano hacia él en mi cuartito de Alcolote. ¡Ah, estamos condenados, irremisiblemente condenados, Fernando! -exclamó arrebatada-; seamos al menos plenamente dichosos los pocos días que nos quedan de vida.

Este lenguaje quitó todo temor a don Fernando; comenzó para él la felicidad.

-¿Es que me perdonas? ¿Me amas todavía?...

Las horas volaban. Anochecía. Fernando le contó la inspiración súbita que le había venido aquella mañana al ver el arca. Les sacó de su embeleso un gran ruido que se produjo cerca de la puerta de la habitación. Era don Blas, que venía a buscar a su mujer para el paseo vespertino.

-Dile que te has puesto mala por el gran calor que hace -dijo don Fernando a Inés- Voy a meterme en el arca. Aquí tienes la llave de la puerta; haz como que no puedes abrir, dale la vuelta al revés, hasta que oigas el ruido que hará la cerradura del arca al cerrarse.

Todo salió muy bien. Don Blas creyó en el malestar producido por el calor.

-¡Pobrecita! -exclamó, disculpándose por haberla despertado tan bruscamente.

La cogió en brazos y la llevó a la cama. Estaba abrumándola con tiernísimas caricias, cuando se fijó en el arca.

-¿Qué es eso? -preguntó, frunciendo el entrecejo.

 
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