-Sí, señor viajero -le dijo el hostelero-, si la policía de Granada pregunta por su señoría, le avisaré.
El viajero dijo que quería ver aquella tierra tan hermosa; salía una hora antes de amanecer y no volvía hasta mediodía, a pleno calor, cuando todos estaban comiendo o durmiendo la. siesta.
Don Fernando iba a pasar horas enteras; n una colina cubierta de fresca yedra. Desde allí veía el antiguo palacio de la inquisición de Granada, ahora habitado por don Blas y por Inés. No podía apartar los ojos de los ennegrecidos muros de aquel palacio, que se aliaba como un gigante en medio de las casas de la ciudad. Al salir de Mallorca, don Fernando se había prometido no entrar en Granada. Un día no pudo resistir un arrebato que le dio y fue a pasar por la estrecha calle sobre la que se levantaba la alta fachada del palacio de la inquisición. Entró en la tienda de un artesano y encontró un pretexto para detenerse en ella y hablar. EL artesano le indicó las ventanas del aposento de doña Inés. Estaban en un segundo piso muy alto.
A la hora de la siesta, don Fernando volvió a;ornar el camino de La Zuia, con cl corazón devorado por toda las furias de los celos. Hubiera querido apuñalar a Inés y luego matarse.
¡Carácter débil y cobarde! -se repetía coa rabia-. ¡Es capaz de amarle si se figura que tal es su deber!
A la vuelta de una calle encontró a Sancha.
-¡Ah, amiga mía! -exclamó, sin que pareciera que le hablaba-. Me llamo don Pablo Rodil y me hospedo en la Posada del Angel, en La Zuia. ¿Podrás estar mañana en la iglesia parroquial a la hora del Angelus, de la tarde?
-Estaré -dijo Sancha, sin mirarle.
A la noche siguiente, don Fernando vio a Sancha y siguió sin decir palabra hacia su hostería; Sancha entró sin que la vieran. Fernando, cerró la puerta.
-¿Qué me dice? preguntó Fernando con lágrimas en los ojos.
-Ya no sirvo en su casa. Hace dieciocho meses que me despidió sin motivo, sin explicación. La verdad, yo creo que ama a don Blas.
-¡Que ama a don Blas! exclamó don Fernando, secándose las lágrimas-. ¡Sólo eso me faltaba!
-Cuando me despidió -continuó Sancha-, me arrojé a sus pies suplicándole que me dijera por qué me echaba. Me contestó fríamente: «Lo manda mi marido.» ¡Sin una palabra más! Ya la ha visto usted, tan piadosa; ahora se pasa la vida rezando.
Don Blas, para dar gusto al partido reinante, había conseguido que se cediera a unas religiosas clarisas la mitad del palacio de la inquisición, donde él vivía. Estas damas se habían establecido allí y habían terminado recientemente su iglesia. Doña Inés se pasaba la vida en ella. En cuanto don Blas salía de casa, se podía tener la seguridad de verla arrodillada ante el altar de la adoración perpetua.
-¡Que ama a don Blas! -repitió don Fernando.
-La víspera del día que me despidió -continuó Sancha-, doña Inés me hablaba...
-¿Está contenta? -interrumpió don Fernando.
-No, contenta no, pero sí de un humor igual y dulce, muy diferente de como usted la conoció; ya no tiene aquellos momentos de vivacidad y locura, como decía el cura.
-¡La infame! -exclamó don Fernando, paseándose por la estancia como un león enjaulado-. ¡Así cumple sus juramentos! ¡Así es como me amaba! Ni siquiera está triste, y yo...
-Como le iba diciendo a su señoría -prosiguió Sancha-, la víspera del día que me despidió, doña Inés me hablaba con cariño, con bondad, como antiguamente en Alcolote. Al día siguiente, un «lo manda mi marido» fue lo único que se le ocurrió decirme, entregándome un papel firmado por ella señalándome una buena renta de ochocientos reales.
-¡Ah, dame ese papel! -dijo don Fernando.
Cubrió de besos la firma de Inés.
-¿Y hablaba de mí?
-Nunca; tanto es así, que una vez el viejo don Jaime le reprochó delante de mí haber olvidado a un vecino tan bueno. Doña Inés palideció y no contestó. Tan pronto como acompañó a su padre huata la puerta, corrió a encerrarse en la capilla.
-Soy un necio, nada más -exclamó don Fernando-. ¡Cómo voy a odiarla! No hablemos más... Ha sido una suerte para mí entrar en Granada, y mil veces más suerte haberte encontrado... ¿Y tú qué haces?
-Puse una tienda en el pueblecito de Albaracen, a media legua de Granada. Tengo -añadió bajando la voz- unos géneros muy bonitos, cosas inglesas que me caen los contrabandistas de las Alpujarras. Tengo en mis baúles por más de diez mil reales de mercancías catas. Estoy contenta.
-Ya entiendo -dijo don Fernando-: tienes un amante entre los valientes de los montes de las Alpujarras. Nunca más volveré a verte. Toma, llévate este reloj como recuerdo mío.
Sancha se iba. Fernando la retuvo.
-¿Y si me presentara ante ella? -dijo.
-Huiría de usted, así tuviera que tirarse por la ventana. Tenga cuidado -dijo Sancha, volviendo hacia don Fernando-; por muy disfrazada que fuera, le detendrían ocho o diez espías que rondan constantemente en torno a la casa.
Fernando, avergonzado de su flaqueza, no dijo una palabra más. Había decidido salir al día siguiente para Mallorca.
Al cabo de ocho días, pasó por casualidad por el pueblo de Albaracen. Los bandidos acababan de detener al capitán general O'Donnell y le habían tenido una hora tendido boca abajo en el barro. Don Fernando vio a Sancha corriendo muy atareada.
-No tengo tiempo de hablar con su señoría -le dijo-; vaya a mi casa.
La tiendo de Sancha estaba cerrada; Sancha se apresuraba a meter sus géneros ingleses en una gran arca negra, de roble.
-Quizás nos ataquen aquí esta noche -dijo a don Fernano-. El jefe de esos bandidos es enemigo personal de un contrabandista amigo mío. Entrarían a saco en esta tienda antes que en ningún otro sitio. Vengo de Granada; doña Inés, que después de todo es muy buena, me ha dado permiso para dejar en su cuarto, mis mejores mercancías. Don Blas no verá esta arca, que está llena de contrabando, y si por desgracia la viera, doña Inés encontraría una disculpa.
Se apresuró a colocar sus tules y chales. Don Fernando la miraba manipular. De pronto se precipitó hacia el arca, sacó los tules y chales y se metió él en su lugar.
-¿Se ha vuelto loco? -dijo Sancha, asustada.
-Toma, aquí tienes cincuenta onzas, pero que el cielo me mate si salgo de esta arca antes de estar en el palacio de la inquisición de Granada. Quiero verla.
Por más que Sancha pudiera decir, don Fernando no la escuchó.