Si se hubiera atrevido, don Jaime habría rechazado los ocho mil reales que don Blas le entregó; no pudo negarse a comer con él. Después de la comida, el terrible jefe de policía le hizo leer sus títulos, su partida de bautismo y hasta un certificado de haber salido de galeras, lo que demostraba que no había sido nunca fraile.
Don Jaime seguía temiendo alguna jugarreta.
-De modo que tengo cuarenta y tres años -acabó por decirle don Blas- y un puesto honorable que me de cincuenta mil reales. Tengo una renta de mil onzas del Banco de Nápoles. Le pido en matrimonio a su hija doña Inés de Arregui.
Don Jaime palideció. Hubo un momento de silencio. Don Blas prosiguió:
-No le ocuparé que don Fernando de la Cueva está comprometido en un mal asunto. El ministro de la policía le está buscando. Tiene pena de garrote (manera de estrangular empleada para los nobles) o, por lo menos, de galeras. Yo estuve en ellas ocho años y puedo asegurarle que es un mal hospedaje diciendo estas palabras, se acercó al oído del anciano De aquí a quince días o tres semanas, recibiré probablemente del ministro la orden de trasladar a don Fernando de la cárcel de Alcolote a la de Granada. Esta orden se cumplirá esta noche muy tarde; si don Fernando aprovecha la noche para escaparse, yo cerraré los ojos en consideración a la amistad con que usted me honra. Que se vaya a pasar un año o dos a Mallorca, por ejemplo; nadie le dirá nada.
El viejo hidalgo no contestó una palabra. Estaba aterrado ya duras penas pudo volver a su pueblo. El dinero que había recibido le horrorizaba. a ¿De modo se decía que esto es el precio de la sangre de mi amigo don Fernando, del prometido de mi Inés? »Al llegar al presbiterio se arrojó en brazos de Inés.
-¡Hija mía -exclamó-, el fraile quiere casarse contigo!
Inés se secó pronto las lágrimas y pidió permiso para ir a consultar al cura, que estaba en la iglesia en su confesionario. El cura, a pesar de la insensibilidad de su edad y de su estado, lloró. El resultado de la consulta fue que no había más remedio que casarse con don Blas o huir por la noche. Doña Inés y su padre tenían que procurar llegar a Gibraltar y embarcarse para Inglaterra.
-¿Y de qué vamos a vivir?- dijo Inés.
-Podrían vender la casa y la huerta.
-¿Quién va a comprarlas? repuso la muchacha, deshecha en lágrimas.
-Yo tengo algunas economías -dijo el cura- que puede que lleguen a cinco mil reales; te los doy, hija mía, y de muy buen grado, si crees que no puedes salvarte casándote con don Blas Bustos.
A los quince días todos los esbirros de Granada, en uniforme de gala, rodeaban la iglesia, can sombría, de Santo Domingo. Apenas en pleno mediodía se ve para andar por ella. Pero aquel día no se atrevía a entrar nadie más que los invitados.
En una capilla lateral iluminada con centenares de velan cuya luz cortaba la., sombras de la iglesia como un camino de fuego, se veía de lejos a un hombre arrodillado en las gradas del altar; su cabeza sobresalía de todos los que le rodeaban. Aquella cabeza estaba inclinada en una postura piadosa; los flacos brazos, cruzados sobre el pecho. Pronto se incorporó y exhibió un uniforme constelado de condecoraciones. Daba la mano a una muchacha cuyo paso ligero y juvenil formaba un extraño contraste con su gravedad. Brillaban lágrimas en los ojos de la joven desposada; la expresión de su rostro y la dulzura angelical que conservaba a pesar de su pena impresionaron al pueblo cuando la joven subió a una carroza que esperaba a la puerta de la iglesia.
Hay que reconocer que don Blas fue menos feroz desde su boda; las ejecuciones menudearon menos. En vez de fusilar por la espalda a lo, condenados, no se hacía más que ahorcarlos. Muchas veces permitió a los condenados besar a sus familiares antes de ir a la muerte. Un día, dijo a su mujer, a la que amaba con furor:
-Tengo celos de Sancha.
Era hermana de leche y amiga de Inés. Había vivido en casa de don Jaime a título de doncella de su hija, y en calidad de tal la siguió al palacio donde Inés fue a vivir en. Granada.
- Cuando yo me separo de ti, Inés -prosiguió don Blas-, tú te quedas hablando sola con Sancha. Es simpática, te hace reír, mientras que yo no soy más que un viejo soldado que tiene a su cargo funciones severas; reconozco que soy poco atractivo. Esa Sancha, con su cara alegre, debe de hacerme parecer a tus ojos más viejo de lo que soy. Toma, aquí tiene: la llave de mi caja; dale todo cl dinero que quieras, todo el que hay en la caja, si así te place, pero que se vaya, que yo no la vea más.
Por la noche, al volver don Blas de sus funciones, la primera persona que vio fue Sancha, ocupada en sus tareas corno de costumbre. Su primera reacción fue de ira; se acercó rápidamente a Sancha, y ésa levantó los ojos y le miró de frente con esa mirada española mezcla tan singular de miedo, valor y odio. Al cabo de un momento, don Blas sonrió.
-Mi querida Sancha -le dijo-, ¿te ha dicho doña Inés que te doy diez mil reales?
-Yo no acepto regalos de mi ama - contestó Sancha, sosteniendo la mirada fija en él.
Don Fastos (sic) entró en el aposento de su mujer.
-¿Cuántos presos hay en este momento en la cárcel de Torre Vieja? -le preguntó Inés.
-Treinta y dos en los calabozos, y creo que doscientos sesenta en les pisos superiores.
-Ponlos en libertad -dijo Inés-, y me separo de la única amiga que tengo en el mundo.
-Lo que me ordenas está fuera de mi poder -contestó don Blas.
No añadió una palabra en toda la noche. Inés, haciendo labor junto a la lámpara, le veía enrojecer y palidecer alternativamente; dejó la labor y se puso a rezar el rosario. Al día siguiente, el mismo silencio. La noche del otro día se produjo un incendio en la cárcel le Torre Vieja. Murieron dos presos, pero, a pesar de toda la vigilancia del jefe de policía y sus guardianes, todos los demás lograron escaparse.
Inés, no dijo una palabra a don Blas, ni él a ella. Al día siguiente, al volver a casa don Blas, ya no vio a Sancha. Se atrojó en brazos de Inés.
Habían pasado dieciocho meses desde el incendio de Torre Vieja, cuando un viajero cubierto de polvo se apeó de un caballo ante la peor posada del pueblo de La Zuia, situado en las montañas a legua y media de Granada, mientras que Alcolote está al norte.
Estos alrededores de Granada son como un oasis encantado en medio de las llanuras abrasadas de Andalucía. Es la comarca más bella de España. Pero ¿era sólo la curiosidad lo que guiaba al viajero? Por su atuendo, se le tomaría por un catalán. Su pasaporte, expedido en Mallorca, estaba, en efecto, visado en Barcelona, donde haba desembarcado. El dueño de aquella mala posada era muy pobre. El viajero catalán, al entregarle su pasaporte, que llevaba el nombre de don Pablo Rodil, le miró.