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La capital argentina ocupa asimismo un lugar descollante en cuanto a salas de teatro se refiere y la circunstancia de que en la ópera se exija por un asiento en la platea -aún en funciones ordinarias- treinta y cinco francos, la muestran casi aristocrática. Por tradición, la mayoría de los lugares están en manos de abonados pertenecientes a la clase acaudalada y gustosamente se paga por un palco de muy buena ubicación, dotado de cuatro asientos 7.500 pesos, o sea 16.500 francos por una temporada de cincuenta representaciones.

En la actualidad, el Teatro Colón ocupa el primer lugar. Se levanta frente a la Plaza Lavalle y en mayo de 1908 lo inauguró una compañía italiana de óperas. A poco de mi llegada, tuve oportunidad de conocer este magnífico edificio de un estilo renacentista casi unitario. Después de haber presenciado el carnaval del año, 1909 en dos partes del mundo, en Vigo y en Río de Janeiro, participé por tercera vez de los festejos en la Argentina. Toda la platea -incluido el escenario del teatro- con capacidad para 3.750 personas, fue transformada en un bello salón de baile. Una mullida alfombra de felpa rosa hizo del todo una unidad y la elegancia meridional de las damas con sus coloridos vestuarios y los caballeros, la música ejecutada por dos orquestas incansables, por turno o complementándose, la cantidad de espectadores en las siete galerías superpuestas y la profusa iluminación quebrada mil veces por los ornamentos escultóricos resplandecientes de oro, los estucados y los colores ofrecían sin duda un espectáculo de gran efecto.

Los templos dedicados a Terpsícore no merecen, en cambio, una mención especial. En muchos lugares está prosperando el cinematógrafo y los mejores cafés exhiben películas gratis. Por fortuna, en esta ciudad, no se ha arraigado aún el torturante delirio prolongado hasta las primeras horas de la mañana, como es usual en París y en Berlín, y poco después de terminadas las funciones de teatro los coches de punto que se alejan con discreta premura por Maipú y las calles vecinas indican que aún las sacerdotisas de Venus estrechamente asociada a Mercurio, abandonan sus bosquecillos y también el descomunal pólipo del Plata se entrega al descanso.

Tal como ocurre en Londres, París y Berlín, la aristocracia de Buenos Aires conoce un segundo centro de vida social fuera del distrito capitalino. Concurren a él preferentemente los meses de enero y febrero y el principal lugar para estas citas sigue siendo Mar del Plata.

El balneario está situado sobre el Océano Atlántico a unos 400 km al sud de la Capital y tiene fama de ser extraordinariamente fresco, aun en verano. Ello se debe al viento sudeste que sopla casi sin interrupción y en su corriente la temperatura desciende a tal punto que obliga al feliz veraneante a incluir en su equipaje un abrigo de invierno. En las zonas de poca edificación o con calles sin pavimentar el viento levanta remolinos de arena, semejantes a las neviscas de Europa y durante mi visita sentí deseos de ver trasladada de súbito a uno de nuestros balnearios berneses o cantonales a toda esa orgullosa sociedad de Mar del Plata. Quizá se hubiera persuadido entonces que el fresco y el descanso sin ser acompañados de huracanes causantes de artritis y torbellinos de polvo pueden ejercer una influencia saludable.

 
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