-Tenía, allá en mis mocedades, una novia, bella
como una figura del Ticiano, rubia como las espigas del trigo y tan sencilla
que, a no habérselo dicho yo, no habría sabido, sino hasta Dios
sabe cuándo, que era hermosa. ¡Pobre Clara! Ella me quería
como quiere una mujer a los quince años. ¡Yo la amaba con todo el
fuego de mis veinte mayos, y aun al recordarlo me parece que la amo
todavía! Una tarde salimos, como de costumbre, por el campo; ella apoyada
en mi brazo; yo confuso y trémulo como el niño que espera la
sentencia de algún inocente pecadillo. Sin sentirlo, ella y yo nos
alejamos de los que atrás venían, poco a poco internándonos
en lo más intrincado del follaje. Yo sentía que su brazo temblaba
junto al mío, veía cómo el pudor teñía con un
tinte rosado su semblante... De pronto, Clara se desprende de mi brazo y,
lanzando una sonora carcajada, corre como una cervatilla por el campo; yo la
sigo, ya la alcanzo: tiende los brazos, estrecho su cintura; vuelve ella la
cara, miro un pequeño racimo de uva entre sus labios, quiero
quitárselo, ella se defiende, y, sin quererlo, casi sin pensar en ello,
se unen nuestros labios, y un beso, el más santo, el más puro, el
más sublime, suena de pronto entre aquella soledad y aquel silencio.
¿Dígame usted si no producen un calor
cariñoso estos recuerdos?
¡Invierno, invierno! Dicen que eres retrato de la vejez.
Hoy eres entonces el retrato de la humanidad: ¡Todos somos
viejos!