Mi buen amigo:
Sé que me quieres y por eso te escribo robando para ello
algún instante a la santa felicidad de mi existencia. ¡Soy tan
dichoso! ¿Te acuerdas de mi Lupe? ¡Es tan buena, tan sencilla!
¡Yo la quiero tan a la buena de Dios, como tú dices! ¡Es tan
bello el angelito que Dios nos ha dado! ¡Si lo vieras! Tiene la cabecita
rubia y los ojos brillantes, húmedos, como su mamá. ¡Alma de
mi alma! Cuando le veo dormido en su cuna, con las manos plegadas sobre el
pecho, cuando caliento sus entumecidos piececitos con mis besos, me parece que
no hay felicidad..., ¡qué ha de haber!, como la mía, y
lloro, sí, no me avergüenzo de decirlo, lloro como un simple, abrazo
a Lupe, mi otro ángel, y salto como un niño... ¡vamos!,
¡si creo que voy a volverme loco de contento!
Ven con nosotros; te esperamos. Deja tus monótonos
paseos, los cafés, los bailes, los teatros, ven a olvidar tu eterno
spleen. Ya verás cómo me envidias... Sí, porque la
envidia es a veces muy justa y hasta santa. Mira: te dispondremos la alcoba en
una pieza tapizada de azul, como a ti te gusta; encontrarás algunos
tiestos con flores en la ventana, un sillón cómodo y mullido junto
al caliente lecho, y en la mesilla de noche algunos libros, como Monsieur,
Madame et Bebé.
Ya verás si soy dichoso, cuando en estas largas noches
de invierno vuelvo desde temprano a mi casita, y mientras Lupe, con su bata
blanca y su rosa, blanca también, en el cabello, toca algún vals
de ésos que te hacen cosquillas en los pies, yo leo perezosamente
algún buen libro, mirando con el rabo del ojo a mi mujer, que es un libro
más digno ciertamente de ser leído, que todos los que tú
aglomeras en tu biblioteca.