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Nada más cierto, sin embargo; nuestro hombre, nuestro
banquero, nuestro millonario, tiene frío. Y es lo peor que ni la chimenea
noruega, ni las pieles asiáticas que tiene en su palacio son bastantes a
combatir aquella nieve eterna. Se encierra en su casa; busca el suave calor de
las estufas; abriga sus entumecidos miembros con las pieles traídas por
él de San Petersburgo; impide con la espesa portiére y el
luengo cortinaje que algunas ráfagas de viento penetren sans
façon por las junturas; se cree ya a salvo, se hunde en los
almohadones de un canapé de invierno, pero está solo, enteramente
solo; los placeres le hastían, los amigos lo explotan; no hay un solo
corazón que lata con el suyo; no hay una sola mano que enjugue sus
lágrimas, si llora; si muere, nadie vendrá a consolarle en su
agonía, nadie irá a rezar en su sepulcro: ¿La juventud?
¡Ya ha pasado! ¿El amor? ¡Imposible! ¿Las riquezas?
¡Qué valen! ¿El recuerdo? ¡Es el remordimiento!
¿La muerte? ¡Hela que llega...! ¡Los leños de la
chimenea crujen como si también llorasen; tiemblan los cristales; las
salas están desiertas y sombrías!... ¡qué soledad!,
¡qué tristeza!, ¡qué horrible frío!
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