Omnia mecum porto
¡Pobrecillos! ¡No tener un abrigo en el invierno
equivale a no tener una creencia en la vejez!
Siempre he creído que el fuego es lo que menos calienta
en la estación del hielo. Prueba al canto.
Conozco a un solterón, hombre ya de cincuenta navidades,
rico como un Rothschild, egoísta como Diógenes y sibarita como
Lord Palbroke. Es rico; tiene una casa soberbia, diez carruajes perfectamente
confortables; una servidumbre espléndida y una mesa que haría
honor a Lúculo. Nadie al verle recostado en los muelles almohadones de su
cómoda berlina, tirada por two miles americanos, cubierto por una
hopalanda contra la que nada podría el hielo mismo de Siberia; nadie,
digo, podría pensar que aquel hombre es desgraciado, perfectamente
desgraciado; que aquel soberbio Creso padece de una enfermedad terrible:
¡el frío!