Lo van ustedes a dudar, pero en Dios y en mi ánima
protesto que hablo muy de veras, formalmente. Y después de todo,
¿por qué no han de creer ustedes que yo vivo alegre, muy alegre en
el invierno? Veo cómo caen una por una las hojas, ya amarillas de los
árboles; escucho su monótono chasquido al cruzar en mis paseos
vespertinos alguna avenida silenciosa; azota mi rostro el soplo de diciembre,
como la hoja delgada y penetrante de un puñal de Toledo, y lejos de
abrigarme en el fondo de un carruaje, lejos de renunciar a aquellas vespertinas
correrías, digo para mis adentros: ¡Ave, invierno! ¡Bendito
tú que llegas con el azul profundo de tu cielo y la calma y silencio de
tus noches! ¡Bendito tú que traes las largas y sabrosas
pláticas con que entretiene las veladas del hogar el buen anciano,
mientras las castañas saltan en la lumbre y las heladas ráfagas
azotan los árboles altísimos del parque!
¡Ave, invierno! Yo no tengo parque en que pueda susurrar
el viento, ni paso las veladas junto al fuego amoroso del hogar; pero yo te
saludo, y me deleito pensando en esas fiestas de familia, cuando recorro las
calles y las plazas, diciendo, como el buen Campoamor, al ver por los resquicios
de las puertas el hogar chispeante de un amigo:
Los que duermen allí no tienen frío.
¡El frío! Denme ustedes algo más imaginario
que este tan decantado personaje. Yo sólo creo en el frío cuando
veo cruzar por calles y plazuelas a esos infelices que, sin más abrigo
que su humilde saco de verano, cubierta la cabeza por un hongo vergonzante,
tiritando, y a un paso ya de helarse, parecen ir diciendo como el
filósofo Bias: