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Lucía hizo una pausa para tomar aliento y segregar saliva. Continuó con el relato. Al día siguiente, a primera hora de la tarde, me presenté en su casa con la excusa de recuperar una barra de labios que me había olvidado en el baño. Pablo estaba resacoso y no recordaba detalles de la fiesta. En la puerta del cuarto de baño le refresqué la memoria sobre el comentario ditirámbico que había hecho sobre mis tetas y el intento de meterme mano tan cerca de mi marido que a punto estuvo de pillarnos. Pablo guardaba silencio y ladeaba la cabeza. Balbuceó un ya me vale o algo parecido. Las cosas me estaban saliendo a pedir de boca. Lo consolé tranquilizándolo, que no se preocupara, que no había pasado nada y que no era el primer hombre que perdía la compostura. Y ya está. Las mujeres tampoco somos de piedra y nos adulan los piropos de los hombres guapos. Me paré entonces en seco, me acerqué a él en un momento que no pudiera recular, enfadé mi rictus, y le dije bien clarito, alto y de sopetón que deseaba concluir lo de ayer esta misma tarde. Sin explicaciones peripatéticas de la índole de siempre me había fijado en ti y me gustas, me caes bien, y chingadas así. Intentó negarse. De acuerdo, Pablo, vale, no pasa nada, pero es una pena que un pecadito de adolescentes ebrios pueda salir a la luz por negarte a invocar, en el nombre de la absoluta discreción, a la diosa lujuria. Era una orden. Remarqué las sílabas salir a la luz. Estúpido Pablo que intentó adoptar una pose de tipo duro en una situación comprometida cuando las costuras de su entrepierna estaban a punto de reventar.

Lucía tomó otro respiro cuando se aseguró que él continuaba al otro lado del teléfono sin intención de colgar. Hasta él llegaron los secos y abruptos gorjeos de Lucía al beber agua o lo que fuera; luego la piedra de un encendedor desgastada. Tras un par de largas caladas al cigarrillo se dispuso a continuar hablando, cuando el hombre le pidió a ella treinta segundos para ir al lavabo. Tenía que lavarse las manos y la cara empapadas de sudor. Hacía casi un año que había dejado el tabaco pero recordaba que, por si acaso, tenía una cajetilla en un cajón del mueble del salón. Tenía mono. Con el cigarrillo empapado de agua y sudor tomó de nuevo el auricular y musitó un ya estoy aquí. Lucía podía continuar. Lo habíamos dejado en el lavabo con Pablo titubeando. Que no, mira que esto no es una buena idea, si ellos se enteraran, tú me gustas pero, etc. Pues sabes lo que te digo, cabrón, que Pablo es un buen amante, un follador de postín, de veras. Hicimos el amor como dos soldados en una trinchera antes de una batalla crucial y perdida de antemano. Allí mismo, en el baño. Pablo la tiene muy grande, pero que muy grande, más grande y mucho más gorda que la tuya. Y no chinga mal, nada mal el jodido, aunque en semejantes aportes de excitación la sucesión de cascadas de orgasmos era inevitable. Sólo me he divertido ¿divertido es la palabra? tanto cuando lo hicimos tú y yo por primera vez. Claro que entonces el apareamiento careció del componente cómico que necesito para la prodigalidad de orgasmos. En aquella ocasión los orgasmos bordearon el llanto. En ésta la comicidad cómplice. El sexo en estado puro, desprendido de connotaciones o trascendencia. Un monumento al aquí y ahora, a las vanidades experimentadas. La cara de Pablo era de satisfecha relajación, de haber cobrado su recompensa por un trabajo bien hecho. Cuando salí de su casa me dolía todo el cuerpo. Entré en el servicio del primer bar y me arreglé la cara y el pelo. ¿Estaba contenta? Sí y no. Contenta por la tarde de placer con Pablo y por haber conseguido mis objetivos. Y un poco defraudada por haber sido coser y cantar. Pero aquí no se acaba todo. No hace falta que me des las gracias por revelarte la verdadera naturaleza de tus amigos, parecida a la tuya, ya lo creo. Escucha y verás.

 
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