Con Luis fue la mar de sencillo. Previsible. Él era de la clase
de tíos que venderían a su madre con la condición de que el montante de la
transacción económica quedara en secreto. A Luis lo conocía desde que tenían
cuatro años: su madre lo dejó junto a él en el parque, se dieron la mano como
dos hombrecitos y se pusieron a jugar con una perinola. Con él se pilló la
primera borrachera, compartiendo una botella de anís en las fiestas del pueblo.
A los diecisiete años se enzarzaron en una pelea por una chica de la que se
habían enamorado ambos, poniéndose los ojos a la virulé. ¿Esos son los que
llamas y se dicen tus amigos? Fíjate: sólo tuve que encontrar una excusa para
presentarme en su casa, tomar una copa y, detrás de los trapitos mendicantes,
por encima de la rodilla, que llevaba esa tarde, implorar la ternura que me
negabas tú. Fue necesaria, para hacerlo creíble, otra tarde para acabar juntos
sobre la alfombra del salón. Como Luis es un hombre sin escrúpulos, las
conjuntas promesas de confidencialidad ahuyentaron en el acto los cánticos de la
palinodia. Le hice prometer que esa tarde fuera nuestro secreto y, ya en la
puerta, le susurré al oído la mentira de que era, con mucho, el mejor amante que
había tenido.
El hombre al otro lado del teléfono, impasible, se sentó en una
silla y aflojó la corbata. En silencio: sólo había abierto la boca para
confirmar a Lucía con un esquelético "sí" que seguía pegado al auricular. Se
hallaba desubicado. No entendía muy bien. ¿Dónde había estado esta Lucía
muñidora todo este tiempo? Estaba descolocado, algo aturdido, con miedo al
ridículo. Tonterías. Por distracción o falta de interés había calculado
erróneamente el carácter de ella, cosas que suceden todos los días.
Después de Luis pasaba el turno a Pablo. ¿Cuándo las aventuras
degeneran en retos y éstos en temeridades? Cuanto mayores son las probabilidades
de acabar fatalmente. Pablo es tu mejor amigo, algo más, tu hermano putativo. A
Pablo lo conoció en sus primeros años de la ciudad universitaria. Era coterráneo
suyo, pero se conocieron en esta ciudad. Unos años intensos que se prolongaron
más allá de la facultad. Levantaron una fortaleza común de amistad basada en una
juventud y perspectivas calcadas de inquietudes y proyectos, donde nadie más
entraba que ellos (sólo en apuros) pronunciando las palabras abracadabrantes. La
mujer de Pablo es mi mejor amiga, y Pablo es buen amigo mío. Tachán, tachán, el
más difícil todavía. Si fracasaba con él los otros diez serían un diploma en
forma de premio de consolación. No podría darme el gustazo de rebozarte en la
cara que me lo había hecho con tu mejor amiguito, con el maridito de mi mejor
amiga, con un buen amigo, esposo íntegro, hombre entero y verdadero... Lamento
decirte que fue más sencillo que todo eso. ¿A qué no te lo esperabas? Atento.
Fue tan sencillo como encontrar a oscuras la nevera cuando aprieta la sed en
mitad de una noche veraniega. Escucha y verás. En la última fiesta en su casa
los dos estabais eufóricos, y como bien recordarás, Pablo solo. Estuve todo el
tiempo jugando con él a ser una princesita desvalida ávida de rescate. A mitad
de la noche coincidí con Pablo en la puerta del servicio; si no recuerdo mal tú
estabas dentro, cariño. Me magreé, con mirada de viciosilla, las tetas
sugestivamente para él, que, ya no pudo más, excitado, me susurró al oído,
tambaleándose encima de ellas, amparándose en su locuacidad alcohólica, que
desde que tenía uso de razón le habían vuelto loco esas tetas; ¿pero a quién
no?, apostilló el galán. ¡Tuve que pararle las manos al muy cochino, a dos
metros de ti! Tú tiraste de la cadena y yo me perdí en el pasillo.