Una vez que todos estábamos reunidos las risas y los abrazos se
volvían excesivos, como si no nos hubiéramos visto en años o acabáramos de
regresar de la guerra. Y de ahí, a revisar las posibles fallas, si se trataba de
una casualidad o si alguien había cometido un error en las actividades que se
tenían asignadas. Y a preparar el siguiente camión. A enfrentar críticas y
discusiones y a disfrutar apoyos, gestos solidarios, monedas de diferentes
tamaños y, en algunos casos, hasta algo de comer, como aquella señora que una
vez nos dijo:
-Tomen, llévense estas tortillas y estos aguacates para que se
hagan unos tacos.
O aquel carnicero en un mercado que le ofreció con insistencia
al Actuario:
-Tome joven, déjensen de jaladas, tome, llévese este cuchillo;
se lo regalo; eso es lo que necesitan. eso es lo que hay que hacer cuando los
corretien los pinches granaderos.
O el señor que me obligó a recibirle un billete de un peso
cuando me bajé del techo de una camioneta que había utilizado como tribuna
improvisada en un mitin relámpago en el centro de la ciudad.
-Tenga, pero éste es para usted. usted guárdelo y úselo; no lo
ponga en el bote, guárdelo y piense que ojalá les pudiera dar más, mucho
más.
A la fecha, de vez en cuando encuentro ese peso en el libro
donde lo guardé desde entonces.
Sí, decididamente ese día Andrés y yo nos sentíamos cansados,
pero cansados de días, de policías, de carreras, de desvelos, de mal comer, de
todo lo que sucedía en esos días de guardar.
-Oye, orita que no está Laura, ¿no has visto medio raro al
Actuario? -le pregunté a Andrés.