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A la hora de la comida, en una de esas taquerías amuebladas con
unos gabinetes de asientos altos y duros, de madera, donde venden tacos dorados,
tipo flautas, que a todos nos parecían maravillosos, Laura había ido al baño y
Andrés y yo platicábamos solos. Generalmente, nos gustaba esto de hablar a solas
porque nos divertíamos, disfrutábamos los comentarios del otro, nos reíamos y
festejábamos, pero ese día estábamos cansados. El volanteo en seis camiones en
la ruta recomendada por una de las estrategas de la Facultad nos había dejado
exhaustos. Era algo que se comentaba mucho entre los integrantes de las
brigadas: no se trataba del hecho de subir al camión y exponer la situación del
Movimiento, lo cual me tocaba hacer a mí, mientras Laura pasaba el bote
recolector de monedas y ocasionales billetes, en tanto que Andrés vigilaba que
no surgiera alguna dificultad tanto dentro como fuera del camión; no, lo que nos
provocaba problemas y cansancio era la tensión que esa actividad generaba. La
angustia que nos agarraba cuando Andrés daba la voz de alarma. Bajábamos del
camión como podíamos y corríamos por diferentes rutas hasta reencontrarnos en el
punto de reunión previamente acordado -ese día el auto prestado-, y esperábamos
con un temor creciente la llegada de los demás. A veces sólo eran segundos; en
otras ocasiones los minutos se hacían eternos; cuando de repente ya se asomaba
por ahí Laura platicando con alguna señora, como si se tratara de una niña bien
portada que regresaba con su tía después de hacer las compras en el mercado.
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Consiga Un lugar cercano a la locura de Agustín Benítez Ochoa en esta página.
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