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Capítulo II
El camión venía lleno, como siempre. Yo sabía que necesitaba
irme literalmente colgando durante dos o tres paradas mientras bajaban algunas
personas y podía meterme al pasillo. Invariablemente era así con los camiones
que iban a la Universidad.
Faltaba poco para las diez de la mañana y la asamblea en la
Facultad debía estar por comenzar. Tengo que decirles a los de la brigada que
deberíamos terminar más temprano, pensé y justifiqué mi retraso al recordar
las actividades del día anterior. Había sido un día común y corriente, cotidiano
en la cotidianidad de las últimas semanas: asamblea por la mañana; al terminar,
salir con la Brigada a recorrer sitios con buena concurrencia: mercados,
colonias populares, parques, calles transitadas y todos aquellos lugares donde
existiera la posibilidad de volantear y pedir cooperación para el movimiento
-botear- con resultados más o menos satisfactorios; comer algo donde se pudiera,
ya fuera en los mismos mercados o en la casa de alguno de nosotros; y,
finalmente, regresar a la Facultad a pintar alguna manta o meterse al mimeógrafo
a hacer volantes hasta que se acabara la tinta, el papel, las dos cosas o
tronara aquel aparatejo heroico.
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Consiga Un lugar cercano a la locura de Agustín Benítez Ochoa en esta página.
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