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-¿Y nos dará entonces el dinero? -preguntó Phyllis.

-Y entonces le pediré lo que sea necesario -dijo su mamá firmemente. De pronto suspiró y se puso de pie-. Vayan, chicos, y díganle a Miss Wade que las vista, que ella se prepare y que baje después al comedor. Y ya sabes, Susannah, no vas a soltarte de la mano de Miss Wade desde el momento en que crucen la entrada hasta que vuelvan a salir.

-Bueno... ¿y si ando a caballo? -preguntó Susannah.

-Andar a caballo... ¡tonterías, niña! ¡Eres demasiado chica para andar a caballo! Sólo niñas y niños mayores pueden montar.

-Hay caballitos de madera para los más chicos -dijo Susannah, imperturbable-. Lo sé, por que Irene Heywood anduvo sobre uno y al bajarse se cayó.

-Mayor razón aún para que no te subas -dijo mamá.

Pero Susannah la miró como si caerse no le causara el menor espanto. Al contrario.

Acerca de la .feria, sin embargo, Sylvia y Phillis sabían tan poco como Susannah. Era la primera que llegaba a esa ciudad. Una mañana, mientras Miss Wade, la criada, las llevaba apurada a lo de los Heywood, cuya institutriz compartían, habían visto carromatos cargados de grandes y largas planchas de madera, bolsas, algo que parecían puertas con marco y todo, y astas blancas, pasando por el ancho portón del Campo de Juegos. Y a la hora en que eran llevadas a los apurones a casa a comer, los comienzos de una cerca alta y fina se levantaba bordeando por dentro el alambrado, punteado por astas de bandera. Desde adentro llegaba un tremendo ruido de martillazos, gritos, golpes metálicos; una pequeña locomotora, bien escondida, hacía chuf-chuf-chuf ¡Chuf!

 
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