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DAMIÁN.- No; la cosa, no va de broma... Me vas a permitir mis primeras observaciones...

JORGE.- ¡Cómo no, hijo!... ¿Son muy largas?

DAMIÁN.- Si te ofendes, me callo.

JORGE.- Preguntaba... para tomar asiento, si valía la pena...

DAMIÁN.- Si mal no recuerdo, antes no usabas tan buen humor...

JORGE.- ¿Qué querés?... ¡Las desgracias me han puesto así!...

DAMIÁN.- ¿Cínico?...

JORGE.- (Alterado.) ¿Eh?...

DAMIÁN.- ¡Perdón, viejo! Me molestaste y la palabra salió sola... ¿Me disculpas?

JORGE.- (Bondadoso, sentándose.) Sí, Damián; yo tuve la culpa... (Pausa.) Vamos a ver. ¿Qué te ha contado Mercedes?... ¿Que estamos arruinados? ¿Que pasamos privaciones de todo género?... ¡Es la pura verdad! Me metí en especulaciones arriesgadas, y me sucedió lo que a tantos. Quise levantar cabeza y no pude, y de ahí, barranca abajo...

DAMIÁN.- Pero te has dejado derrotar de una manera bochornosa...

JORGE.- ¿Qué podía hacer?

DAMIÁN.- Pelear; luchar. Para un hombre, perder una fortuna no debe ser un contratiempo irreparable, amigo. Además, hay mil recursos en la vida... Sí no son los negocios, es un empleo.

JORGE.- ¿Y cuando ni eso se consigue?

DAMIÁN.- Se agarra un pico, y a cavar tierra, ¡qué diablos!... No estamos tan viejos, ni tan débiles para no poder ganarse el pan decorosamente. Además, tú tenías la responsabilidad de toda esta familia, y no has debido permitir que descendiera a una miseria tan vergonzosa.

JORGE.- ¡Oh!... Todo eso es muy bonito, muy noble, muy honrado; tu madre me lo ha dicho muchas veces también; pero no se puede realizar... ¡Cavar la tierra! Andá vos que no has tenido una pala en las manos, a ganarte la vida por inútil. Elegí el trabajo más fácil -¿cuál te diré? -el de changador. El señor Jorge Acuña, resuelto a vivir decorosamente de su trabajo, tiene que empezar por llevar a su familia a la pieza más barata de un conventillo. Preguntales a la señora de Acuña y a las distinguidas señoritas de Acuña, si están dispuestas a cambiar la miseria vergonzosa de esta casa por la pobreza honorable de la habitación de un conventillo, o con quién se quedarían, entre el heroico padre changador, o el padre desgraciado, pechador y sinvergüenza, que las sostiene con el decoro y las apariencias. Andá; preguntales.

MERCEDES.- Lo que es yo de buena gana iría al conventillo.

JORGE.- Tal vez fueses capaz de esa abnegación, pero ellos no. Y últimamente... ¡ni yo mismo! Sería una heroicidad superior a mis energías y no me equivocaría mucho al decir que nadie hay tan fuerte para realizarla. Convéncete, Damián: son teorías bonitas, nada más, las tuyas. ¡Si habré tratado de reponerme inútilmente! Ahora ya ni me preocupo, porque sería perder el tiempo. Mi desconcepto es tan grande, y digo desconcepto por no mortificarlos calificándome peor, que jamás podré alzarme de mi categoría de vividor profesional. (Pausa.) Quedan algunos recursos... gente que no le conoce bien a uno y se deja sorprender... uno que otro viejo amigo generoso... una tanteadita al treinta y seis colorado... En fin, lo bastante para ir tirando. ¿Que falta un día el puchero?... ¡Mañana quizá lo tengamos!... No hay criaturas en casa... Los grandes no lloran y capean el hambre con chistes. Y en cuanto a lo otro... -eso de la desvergüenza y la dignidad, y qué sé yo...- la costumbre es una segunda naturaleza. Se nos ha formado el callo. (Pausa.) Ahora, hijo mío, quedás autorizado para aplicar la palabrita que se te escapó hace un rato... ¿Cínico era, no?

DAMIÁN.- Muchas gracias, papá. No me atrevería a insultarte, pero te desconozco.

JORGE.- Lo creo.

DAMIÁN.- ¿De modo que esto, a tu juicio, no tiene remedio?

JORGE.- Absolutamente. Constituimos nosotros, y es mucha la gente que nos acompaña, una clase social perfectamente definida, que entre sus muchos inconvenientes tiene el de que no se sale más de ella. «¡Lasciate ogni speranza!...»

DAMIÁN.- ¡Está bueno! De modo que... ¡vamos!... dime siquiera una cosa en serio... -porque hasta ahora, si bien me has dicho muchas verdades, has estado forzando la nota del desparpajo. Dime: ¿quieres autorizarme por un tiempo a manejar esta casa?

JORGE.- ¡Cómo no!

DAMIÁN.- Entonces, desde este momento quedas jubilado. Tengo muy poco, lo suficiente para sostenerme hasta que pueda trabajar, pero manejado con orden alcanzará para todos. Desde mañana, pues, nos vendremos a vivir acá, y ya veremos si se sale o no se sale de tu infierno. ¿Convenidos?

MERCEDES.- No hay necesidad. (A DAMIÁN.) Tú querrás conservar tu independencia, y debes conservarla. Piensa en que no eres solo.

DAMIÁN.- A Delfina le gustaría la idea, estoy seguro.

MERCEDES.- Aunque le guste. Yo no puedo permitir... Sí, mi hijito... Si querés ayudarnos, nos pasas una mensualidad y nos arreglaremos bien.

JORGE.- (Extasiado.) ¡Déjalo, mujer!

MERCEDES.- No; no lo hagas; podría pesarte... Eres demasiado bueno, tú.

DAMIÁN.- ¡Sería curioso que no lo hiciera! Te aseguro, vieja, que no me impongo la menor violencia. Salvo que te contraríe tenerme a tu lado...

MERCEDES.- ¡Eso no! Pero...

DAMIÁN.- Entonces no hay más que hablar.

Dichos y EDUARDO; luego DELFINA

EDUARDO.- (Con el mate en la mano.) ¡Hola, grande hombre!

DAMIÁN.- ¡Adiós, personaje! (Se abrazan.) ¿Qué tal? Me han dicho que andás enfermo.

EDUARDO.- Enfermo y aburrido, che. ¿Y vos?... ¿Te fundiste allá?

DAMIÁN.- Casi, casi.

EDUARDO.- No hay vuelta, che... ¡Estamos jetados!

DAMIÁN.- ¡Qué jeta, ni qué zonceras! Lo que te hace falta a vos es dejarte de preocupaciones y pensar seriamente en la vida. Verás cómo te hago pasar esa neurastenia antes de mucho tiempo.

EDUARDO.- ¿Cómo, che?

DAMIÁN.- No te apures; ya lo sabrás,

DELFINA.- (Entrando.) ¿Terminó la conferencia?

DAMIÁN.- Con una importante resolución. Mañana dejamos el hotel y nos venimos a vivir con los viejos. ¿Te place?

DELFINA.- ¿Cómo no?... ¡Con el mayor gusto!

EDUARDO.- ¡Ah!... ¿Te has resuelto a eso?... ¡Dame esos cinco!... ¡Sos un... héroe!...

 

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