https://www.elaleph.com Vista previa del libro "Haim de Yoram: la Tabla de la Ley y el Corazón Escarlata de la Sabiduría Infinita " de Carolina Inés Valencia Donat | elaleph.com | ebooks | ePub y PDF
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1



«¡Maldición y mil veces maldición!». Las imprecaciones sonaron fuertes en la embotada mente de Neylan. Había llegado arrastrándose con gran esfuerzo a la cima de la abrupta duna sólo para descubrir, nuevamente, la majestuosa soledad del desierto.
La arena se alzaba y caía en hermosas olas doradas perdiéndose en el infinito sin delatar un ápice de vida.
Había tenido la esperanza de distinguir el Gran Oasis desde esa altura, pero nada. Nada se revelaba más que el vacío desierto.
«¡Por los ardientes puños de Günes! ¿Cómo puede estar un desierto tan desierto?».
Ya no tenía fuerzas para seguir. Se desmoronó descorazonada sobre la arena sintiendo el suave sonido de los granos deslizarse bajo su peso. Se volteó boca arriba y entreabrió sus ojos. El diáfano cielo mostraba un perfecto color azul que parecía burlarse de su situación. El inclemente Günes, verdugo de dioses y de sombras, estaba en su cenit haciendo insoportable el calor.
Nunca se había sentido tan sedienta, tan hambrienta, tan cansada y tan sucia… «Desolada, esa es la palabra».
Su etéreo vestido de novia, cubierto de intrincados bordados y pedrería preciosa, no era un atuendo adecuado para el lugar donde se hallaba, pero en su semiinconsciencia había perdido la capa con la que se había protegido en su larga caminata. No había sido gran cosa, apenas una burda tela que le cubría de pies a cabeza, impropia de alguien de su clase.
¿Qué había hecho con ella? Su memoria no registraba el momento en que había desaparecido.
¿Qué estaba haciendo, en esas condiciones, en medio de la nada? Ah, sí, eso sí lo recordaba: estaba huyendo de ese maldito matrimonio que su padre y su pueblo querían celebrarle.
«¿Pereceré aquí?». La pregunta se coló como un fantasma en su mente, la duda empezaba a carcomerla.
«No». Se respondió. Sobreviviría, pero no sabía cómo.
Una visión de ella, rodeada por un halo blanco, en el Gran Oasis no le explicaba cómo llegaría hasta allí ni para qué, sólo que debía ir.
Su experiencia como vidente y privilegiada representante de sus dioses, le había enseñado que cuando una visión se presentaba rodeada de un halo negro, debía evitar que se cumpliese, si el halo era blanco debía procurar cumplirla y si no había halo alguno las cosas sucederían sin importar lo que hiciese.
Una sonrisa le curvó los resecos labios al recordar su fuga.
Al atardecer, aprovechando que el iom anterior se había realizado la Ceremonia de Ofrenda a Günes y su guardia personal se encontraba aún aletargada por el desvelo y el vino, cuando fueron a probarle el vestido, le pidió a sus costureras unos momentos para entrar en el cuarto de baño y se escabulló por la pequeña puerta por donde los esclavos acarreaban el agua para llenar la gran tina. Tenía poco tiempo para salir del palacio antes que las mujeres descubrieran su ausencia y la delataran.
Una vez en las fuentes, debía procurar que no la vieran. En esos momentos su clarividencia fue al rescate. Contó uno, dos, tres y volteó a la derecha justo en el momento en que unos esclavos entraban, eludiéndolos.
Cruzó las galerías amparada por las sombras que se hacían cada vez más largas. Recorrió los interminables pasillos con el corazón en la boca, temiendo a cada instante que apareciera algún guardia y diera la voz de alarma.
Llegó al Gran Salón Comedor. Debía cruzarlo. Dos soldados montaban guardia en la puerta. Nuevamente su don llegó en su ayuda mostrándole cómo hacer. Uno, dos, tres, cuatro esperó detrás de la columna tallada con la imagen de la diosa Ay a que pasara el grupo de guardias que hacía la ronda habitual y acompañaba a los esclavos que encendían las teas y lámparas. Los que estaban en la puerta se distrajeron un rato con los otros, comentando lo que habían hecho para divertirse en la Ceremonia de Ofrenda, tiempo que ella aprovechó para entrar. El corazón le latía descontrolado en el pecho. Esperó tras un tapiz. Uno, dos, tres, se lanzó a cruzar el enorme comedor. Al alcanzar la puerta de la cocina el corazón no le cabía en el pecho. Volvió a contar, debía cruzarla mientras llegaba al cinco o la verían. Un guardia marchaba delante de la puerta de servicio del palacio de un lado al otro. Esperó, contó hasta tres y la cruzó justo cuando el hombre cambiaba de dirección, haciéndose con una de las capas colgadas en el gancho de la garita.
Ya en la ciudad recorrió sus anchas calles pegada a las paredes, ocultándose detrás de columnas y pilares. A esas alturas la gente ya estaba en sus casas y muy pocos transitaban por allí.
Más de una vez se topó con uno que otro esclavo encadenado a la entrada de su hogar quienes se acurrucaban sobre sí para evitar ser golpeados. La escena le pareció patética, pero en su reino era así. Los libres los sacaban afuera, ya fuese por falta de lugar, por castigo o por su olor —como si ellos les permitieran bañarse— y los encadenaban a argollas fijas en las paredes colocadas para ese fin. Los borrachos y bravucones rezagados aprovechaban para utilizarlos de receptores involuntarios de sus golpizas.
Casi había alcanzado la salida de la ciudadela amurallada cuando el pesado sonido de muchos pies de guardias acercándose la llevó a girar abruptamente en un estrecho callejón y agazaparse bajo una arcada con poca luz, aplastando su espalda contra la deslustrada puerta de una tienda. El corazón amenazó con pararse en su pecho ante la posibilidad de ser descubierta casi al borde de su libertad.
Cuando el sonido se volvió más débil, evidenciando que la patrulla había pasado, pudo respirar nuevamente.
¡Por Günes y la misericordiosa Ay, eso sí había estado cerca!
Luego siguió calle abajo cruzando las grandes puertas hasta perderse en el largo camino que llevaba al desierto.
Sí, su vasta experiencia de esconderse entre las sombras la había ayudado a dejar atrás a los numerosos soldados y guardias que custodiaban tanto el enorme e intrincado palacio semiexcavado en la montaña como los que recorrían la ciudadela y los caminos.
A esas alturas muchos tendrían las espaldas marcadas por el látigo.
Se negó a sentir pena. Cualquiera de ellos la hubiera delatado sin reparos para contar con el agradecimiento del Muley o del futuro Muley.
¿Por qué su padre, el Gran Muley Kerem, había querido casarla antes de tiempo? Era algo que, en algún momento, averiguaría.
Según las estrictas leyes sucesorias de su pueblo ella tenía aún seis jodesh por delante antes que esa boda fuera inaplazable y no pensaba resignar ese tiempo de libertad por ningún miserable capricho.
Bien pudo huyó hacia el Gran Oasis, pero no era una experta en trazar caminos y debía haberse perdido. Hacía dos shavua que caminaba sin encontrar su destino.
¿Cuánto más tendría que sufrir? Hacía cuatro iom había quedado sin provisiones y hacía dos sin agua. Sentía la boca seca, los labios resquebrajados, la piel tersa ―más tersa de lo que hubiera querido― y un rugido en sus tripas le hizo sentir como si hubiera pasado una eternidad desde su última comida. Ella nunca había pasado hambre. Se maldijo por no haberse procurado más alimento, pero al atravesar la cocina apenas había podido recoger un odre con agua y algunos dátiles antes de evadirse del palacio, amparada por la luna ausente. La diosa Ay, en su benevolencia, tenía todo su rostro escondido.
Se concentró en evocar alguna visión, necesitaba descubrir si aún le faltaba mucho para llegar al Gran Oasis.
«Vacía tu mente, vacía tu mente… Sed… Agua… Agua…».
«No. No pienses, concéntrate… Concéntrate… Vacía tu mente… Vacía…».
Rugió su estómago.
«No puedo. Así, con hambre y sed no puedo…».
Ni una imagen se materializó en su cabeza aunque había algunos iom que la abrumaban, especialmente cuando la gente la tocaba.
Ella, con el tiempo, había aprendido a invocarlas pero no las dominaba a su antojo. El obsequio de su diosa, que pasaba de generación en generación a la primogénita de su familia, era un don difícil de controlar que, para colmo, se perdería cuando fuese desvirgada. Debido a eso ni su madre, antes de morir, ni su abuela, que aún vivía, habían podido enseñarle los misterios que entrañaba tenerlo.
¿Siempre había sido así? Sí, en todas las generaciones, excepto en la primera. Quizás porque su tátara, tátara, tátara, vaya a saber cuántos tátara, abuela ya había estado casada y tenía dos hijos cuando la diosa le regaló el don, haciéndola la primer Amat de su pueblo.
Desde ese entonces las bendecidas ―o malditas, según cómo se viese― tenían la obligación de casarse con el jefe de la tribu, quien las mantenía vírgenes hasta su último ciclo fértil para aprovechar sus visiones lo máximo posible.
Su pueblo era monógamo, pero los hombres podían tener nikines —como se llamaba a las esclavas o esclavos de placer— y el Muley, además, podía tener concubinas de las que debía deshacerse ni bien gestaba la nueva Amat para dedicarle todo el tiempo a su esposa, quien desde ese momento ostentaba el título de Umm-Amat.
Su padre hacía ya dieciséis shana que había enviudado y esperaba abdicar del cargo de Muley para casarse de nuevo. ¿Por eso había querido adelantar la boda? No, no podía ser. No debía ser. Lo conocía bastante bien. A pesar de ser una persona dura, implacable y circunspecta, la amaba y no hubiera antepuesto su bienestar al de ella. ¿O sí? No, no podía creerlo. No quería creerlo.
No, detrás de eso había algo más, o alguien más… Seguramente el despreciable de Tarkan estaba involucrado.
Pensar en su prometido le revolvió el estómago. No sería exactamente por su apariencia, cuya belleza dejaba sin palabras a más de una mujer. El joven era alto y más corpulento que el Muley, lo que no era poco decir. Poseía hombros anchos y brazos que habrían sido la envidia de cualquier herrero, un cuello de toro y ojos oscuros como pozos sin fondo. Una belleza muy masculina tal como le gustaba a la mayoría de las mujeres de su pueblo.
No. Su apariencia no era lo que le revolvía el estómago, era su carácter que tan bien conocía. Tarkan era altivo, soberbio, codicioso, terco, prepotente, autoritario, intemperante y cruel, muy cruel. De ello daban fe quienes lo tenían por amo. Al que no le faltaba un dedo, un pie, la lengua o una mano, tenía la espalda tan azotada que no había lugar en ella sin una cicatriz. Era increíble la facilidad con que encontraba un motivo para castigar a sus esclavos. Una simple mirada, una palabra, un movimiento, un error, accidente o falta de vigor, eran motivo de sobra para que Tarkan los fustigara. ¿Se habían olvidado de inclinarse cuando se acercaba un libre? Entonces estaban faltando el respeto y debía azotarles. ¿Se atrevían alguna vez a proponer una forma diferente de hacer las cosas de aquella que él les indicaba? Entonces eran presuntuosos y no sabían el sitio que ocupaban, sólo el látigo les enseñaría cuál era. ¿Hablaban alto cuando él hablaba con ellos? Se les estaban subiendo los humos, había que bajárselos a golpes. ¿Se atrevían alguna vez a justificar sus conductas cuando los censuraba? Entonces eran culpables de insolencia, uno de los delitos más graves en que podían incurrir y había que disciplinarlos a latigazos. ¿Rompían algo que estuviera bajo su cuidado? Era por desidia y un motivo más que suficiente para azotarlos. También se rumoreaba que había probado los filos de sus espadas nuevas amputando miembros de no menos de veinte esclavos antes de declarar que eran de aceptable calidad para él.
Las nikines, tampoco se salvaban de su crueldad y Tarkan tenía tantas como permitía la costumbre a hombres de su posición.
Realmente Tarkan tenía muy mal carácter. Cuando él perdía la paciencia, los demás perdían los dientes, la piel o la vida.
Desde siempre lo recordaba en palacio, junto a ella, hostigándola.
Rememoró, con dolor y resentimiento, la vez que había matado su mascota no más verla. Ella era apenas una niña de siete shana y él un desgarbado adolescente de catorce cuando, sin miramientos, le había arrebatado y aplastado su mascota: una hermosa ranita naranja brillante que le había regalado un comerciante del Imperio del Norte hacía tan sólo unos instantes.
Su atrevimiento había quedado sin castigo, por lo que ella se vengó acusándolo de haberla golpeado, que aunque no era enteramente cierto, tampoco mentía ya que al quitarle el animalito tan bruscamente la había agarrado más fuerte de lo que ella estaba acostumbrada. Por esa falta fue severamente azotado.
De allí en más se declararon tácitamente enemigos y todo entre ellos fue de mal en peor. Era un ida y vuelta. Él se desquitaba quitándole o destruyéndole cualquier cosa en la que ella se fijara y ella lo acusaba cada vez que podía alegrándose por los azotes que le propinaban.
A medida que crecieron esa rivalidad se fue ahondando.
Él comenzó a meterse con la gente que la rodeaba y ella contraatacó imputándole delitos que le valieron, en muchos casos, grandes golpizas y largos ayunos.
Nunca había conseguido que lo echaran de palacio porque era el hijo mayor de quien había sido el primer Comandante en Jefe del ejército de su padre, hasta que el mismo Tarkan asumió ese cargo, además de ser descendiente directo del Gran Demir el Cruel quien había sido jefe de la más numerosa tribu bárbara y cabecilla del Consejo de Tribus antes de la unificación, la que sobrevino cuando fue asesinado por un esclavo en el Imperio del Norte.
«¿Por qué no pudo ganar el combate por el trono Metin o, de última, Akay?» ―se preguntó.
Metin había sido un joven alegre y simpático. Siempre con una sonrisa para ella. La había tratado con respeto y cortesía. Además había sido uno de los pocos hombres que había aprendido algo más que escribir su nombre, cosa muy extraña en su pueblo ya que el estudio, la casa y los hijos se consideraban cosas de mujeres. Más de una vez había visto a Metin soportar estoicamente las burlas de sus compañeros de armas sin dejar que ello lo apartara de sus estudios.
Akay había sido un joven afable, bien dispuesto a escucharla. Sus facciones no habían sido bellas pero sí muy varoniles. Las dos cicatrices cruzadas en su mejilla izquierda lo habían hecho ver algo mayor de lo que era y le habían dado una experiencia en batalla con la que pudo contar para inscribirse en los combates por el trono.
Ellos hubieran sido mejores maridos. Bueno, cualquiera hubiera sido mejor marido que Tarkan, quien realmente la despreciaba. Pero no, había tenido que ganar el más infame de todos.
Ella estaba familiarizada con la crueldad, al fin y al cabo había crecido en el seno de su pueblo. La crueldad era algo a lo que ya estaba acostumbrada, excepto por lo que presenció esa vez.
Tarkan sabiendo cuánto apreciaba a Metin y Akay, los había matado lenta y cruelmente. Los había castrado y eviscerado. Sus gritos desgarradores y las imágenes de sus agonías mientras el piso se teñía de rojo bajo sus cuerpos mutilados, la asaltaban todas las noches y la perseguirían hasta el iom que muriese.
¡Cuánto odiaba haber tenido que presidir, junto a su padre, esos combates!
La sonrisa despreciable del ganador mientras ella le reafirmaba su título de Ghazi la había descompuesto y la descomponía también ahora, al recordarlo.
Su tío, el menor de los hermanos de su padre y de quien era mimada, lo había retado hacía poco más de tres jodesh con la intención de salvarla de su cruel pretendiente, pero había perdido y Tarkan, quizás por respeto al Muley, le había concedido una muerte rápida.
¡Un shana! Un shana debía defender el título de Ghazi y podría desafiar al Muley por el trono. Volvió a ella la pregunta que la carcomía por dentro: ¿por qué su padre había adelantado la boda en vez de esperar los seis jodesh que faltaban?
Ella albergaba la esperanza que Tarkan fuera vencido.
Si la desposaba ya nadie podría desafiarlo. Inmediatamente pasaría a ser Muley. Para su pueblo, poseerla a ella era poseer el trono.
Esos pensamientos se agolpaban mientras sentía que su vida se escapaba del cuerpo y no podía retenerla.
Todas sus esperanzas se evaporaban rápido, muy rápido. ¿Cómo habían podido fallar tanto sus visiones? Era la primera vez que se equivocaba, y por lo que intuía, sería la última. Había sido una locura salir al desierto contando sólo con lo poco que le habían revelado sus dioses.
Ahora se arrepentía de lo que, hasta hace menos de una shavua, se había vanagloriado: el haber borrado muy bien sus huellas para que su gente no la hallara.
Aunque seguía sin las más mínimas intenciones de casarse con Tarkan, necesitaba urgentemente que la salvaran.

 
 
 
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