Escena I
En un hall lujoso.
(
ROSARIO aparece sentada, atendiendo una conversación telefónica que tiene lugar en una habitación inmediata y de la cual se oyen repetidos campanilleos y ¡hola! Impaciente).
Silvia. -(Que vuelve del teléfono.) ¡Uff! No conozco cosa más inservible que un aparato telefónico.
Rosario. -¿Qué dicen?
Silvia. -No se entiende ni jota. Pido con el Club y me ponen con un aserradero, luego con una agencia de vapores, y cuando consigo comunicación, después de recorrer media lista de abonados, resulta que el aparato no funciona bien y no se puede pescar palabra.
Rosario. -¡Qué fastidio! Voy a mandar a Manuel.
Silvia. -¡No es para tanto mamá! ¡Parece que fuera la primera vez que falta Ernesto de casa! ¿Se habrá quedado en el Club?
Rosario. -¡De bonito humor anda el pobre!
Silvia. -Pues por eso mismo dicen que el poker es un gran calmante.
Rosario. -Habría mandado aviso. Me tiene muy inquieta su ausencia.
Silvia. -¿Qué podría haberle ocurrido?
Rosario. -No sé: ¡Algo! Es tan vehemente ese muchacho que bien puede haberle dado un giro más desagradable a su asunto.
Silvia. -¡Por Dios! Que sería curioso. ¡Un duelo! No hay rival afortunado y supongo no querrá batirse con la niña; ni con su papá, así con su hermanito. ¡Ah! Serías muy capaz de pensar en... ¡Qué desatino mamá! ¡Qué desatino! Es no conocer a Ernesto suponerlo un caso de crónica policial. En castigo de esa cavilosidad, así que venga se lo cuento.
Rosario. -¡Niña!
Silvia. -Verás como te pongo y lo que se va a reír de ti cuando sepa que te lo imaginabas ingiriéndose una disolución de fósforos o de bicloruro por... amores contrariados. Nada menos. ¡Se acabó! ¡Vaya! ¡Se acabó! ¿Eh? Y a ver si cambiamos de semblante, señora. Hacen tres días que no se le ve una sonrisa.
Rosario. -¡Me afectan tanto las contrariedades de mis hijos!
Silvia. -Cualquiera diría que está uno dejado de la mano de Dios.
Rosario. -Tampoco vivimos en el mejor de los mundos.
Silvia. -¿Por qué, mamá? Vamos a ver. (Sentándose a su lado.) ¿Por qué razón? Tenemos salud, tenemos fortuna, tenemos representación social, amor y paz en casa. ¿Qué nos falta? ¿Papá? Es verdad que sería más completa la dicha si viviera pero...
Rosario. -¡Hemos perdido también a José Antonio!
Silvia. -¡Oh! En todo caso a una posible parentela, a él no. Extravagante, raro o maniático, continúa siendo un afectuoso miembro de la familia.
Rosario. -¿Y la suya?
Silvia. -¿Qué nos importa? ¡Con hacernos la cuenta de que sigue soltero!
Rosario. -Cada día resulta más difícil hacerse esa cuenta.
Silvia. -No veo la causa.
Rosario. -Yo la siento en la misma felicidad de mi hijo, en la firmeza, en la tranquilidad, en el calor de ese hogar tan desparejo y tan inconveniente que ha formado.
Silvia. -¡Habrías preferido acaso que le fuera mal!
Rosario. -No sutilices, hija. Es bien triste no poder aumentar su dicha participando de ella.
Silvia. -¡Para lo que le importa a José Antonio nuestra concurrencia! ¡Vaya! ¡Vaya! Seguro que te empieza a contagiar abuelita con su manía de agrandar la mesa. (Signo negativo de ROSARIO.) ¿Sí, no será que empiezas a sentirte abuela?... ¿A que sí?... ¡A que he dado en la tecla! ¿Confiesa, acerté?
Rosario. -Quizá. Pero no es eso.
Silvia. -¡Te has vendido! ¡No me lo niegues! Pero resulta un renunciamiento mamá... ¡No estás vieja!
Rosario. -(Un tanto halagada.) ¡Muchacha!
Silvia. -Y además... Y además tu hija se resentiría sino la reservases el placer de ascenderte a abuela con más honor. Al fin y al cabo no soy tan mal partido ni tan fea. Y ya se acabó, que es el más oportuno de todos los Santos. ¿Me entiendes? Y San afuera vacilaciones y San Adiós gravedad y San Deme un par de besos... Así. Y cuidadito Señora mía, con que vuelva a las andadas, por que si lo hace... no hay ascenso! ¿Salimos luego?
Rosario. -¡Si quieres!...
Silvia. -Si no quisiera no preguntaría. (Se aleja.)
Rosario. -Mandame a Manuel.
Silvia. -¿Volvemos?
Rosario. -No, es para otra cosa.
Silvia. -¡Ah! Si no, lo dicho. ¡No hay ascenso! (Mutis.)
Rosario. -(Hace ademán de responder y luego viéndola salir queda un instante abstraída con la vista fija en la puerta...)
Escena II
ROSARIO, ERNESTO y SILVIA.
Silvia. -(Reapareciendo con ERNESTO.) ¡Albricias! Aquí tiene al hombre. ¿Le cuento aquello?
Rosario. -Hijo. Me tenías inquieta.
Ernesto. -No se por qué.
Silvia. -¡Estaba por hacerte buscar por la policía, figúrate! ¡Pero qué cara traes muchacho!
Ernesto. -(Tirándose en un diván.) ¿No ha venido carta?
Rosario. -No. (Pausa.)
Ernesto. -¿Sabes que se van al campo?
Silvia. -¿Quienes?
Ernesto. -Ellos; toda la familia. Una verdadera fuga.
Rosario. -¿Por qué ha de ser fuga?
Ernesto. -En plena seasson, sin causa aparente, los petates y al campo por tiempo indeterminado. ¿No les parece extraño?
Silvia. -Absolutamente. La vida en el campo es muy económica.
Ernesto. -No digas idioteces.
Silvia. -¡Jesús! Todo el mundo sabe que andan mal de fortuna. Salvo que se la hayas reparado hijito.
Rosario. -(Contrariada.) ¡Oh! Silvia.
Ernesto. -(Para sí.) ¡Es bien extraño!... Bien extraño. ¡Sintomático!
Rosario. -Con semejante empeño, el asunto más claro se obscurece y se complica.
Silvia. -Déjalo, mamá; es el amor propio. Cualquiera convence a estos caballeritos de que podemos no quererlos o dejar de quererlos sin más razón que nuestro sentir.