En el mercado abierto al público en medio de la calle, donde
acababa, trenzaba una callejuela estrecha cortada, un viejo bulevar, una vez
fue... Algo que debió de ser, creo no poderlo recordar.
El bulevar estancaba en su vivir gente de la calle, jóvenes sin
techo, adolescentes de cuello estrecho. Cortaba hasta el final, una puerta
derruida que pasaba a un abandonado local era el hogar compartido. No era
espacioso, no era cómodo, no era mas que un saco de dormir. La humedad incautiva
del sonar que la lluvia apuntalaba contra el suelo, desmerecía los intentos de
contar las gotas que resbalaban por uno de los cristales agrietados, fingían
adherirse para pocos segundos de espera, llegar otras que la empujaban, siempre
semejante, siempre igual.
El pequeño Luka, mataba su tiempo en pegamento, tirado sobre el
calado escalón que cernía en la entrada deslucía entre refugiarse u oler la
tierra mojada que ocasionaba la lluvia al caer. Seis gatos vecinos, entre
escondidos, entre cajas de cartón, le acompañaban. Varios niños huérfanos de
abrazos de padres, vagabundos de experiencia dentro del bulo, refugiados de lo
que acontecía fuera descansaban. El bulo, así lo llamaban esos niños al local,
no se sabe muy bien porqué, acaso importaba poco.
El pequeño Luka abrazaba sus rodillas, cruzaba sus brazos,
metió su cabeza en la bolsa, respiraba otra lluvia, negra que le escurría por
dentro de su piel. Chancletas de esparto, asomaba sus dedos entre los calcetines
largos granates, una imagen de patria tropical, su pantalón pirata
exageradamente ancho cortado por debajo de las rodillas.