Al día siguiente y al subsiguiente, el niño vivió con nosotros, y nadie tuvo el valor de decirle que no se enganchaban franco-tiradores de trece años. Cada día pedía más calurosamente su chassepot, y se irritaba al no verse vestido y equipado como un soldado.
-Si mañana tienen que irse, yo no estaré listo, y ustedes no querrán llevarme.
Aquella noche era nochebuena. Nos arreglamos para hacer una cenita en casa del buen hombre que alojaba a diez de nosotros, en Chaprais, arrabal de Besançon. El pequeño debía ser de la fiesta. Así se alegraría un poco. Se le hizo acostar a eso de las siete, prometiéndole despertarlo a media noche.
A las once y media me hallaba en la casa, algo adelantado. Subí al cuarto en que dormía el huérfano, para dejar la sala baja a la tía Gaudot, que estaba preparando la cena. El niño dormía, y mi luz no le despertó. Hacía frío en aquella habitación, y maquinalmente miré la chimenea.
¡Oh fuerza de las dulces costumbres! El niño, olvidando su dolor, había puesto sus zapatos en el hogar, como en los buenos tiempos en que el niño Jesús le llevaba su regalo de nochebuena. El inocente no sabía que, habiendo muerto la madre, el niño Jesús había muerto también, y aguardaba confiado, durmiendo tranquilamente, el obsequio de Navidad. ¡Qué desencanto al despertar! ¡Qué triste le perecería verse abandonado por el cielo! Muertos sus padres, solo en el mundo, hasta el niño Jesús le olvidaba! ¡Iba a sentirse, y con qué amargura, doblemente huérfano!
De repente me asaltó una idea. Bajé corriendo la escalera.
-Tía Gaudot -exclamé, -el chico está durmiendo allá arriba. Haga usted de modo que nadie le despierte hasta que yo vuelva. Diga a los amigos que es por su bien. Que me aguarden para comenzar la cena.
Y corrí hacia el arsenal, donde conocía a un maestro armero.
A las doce y algunos minutos, estaba de vuelta. Todo el mundo me aguardaba.
-¡Caramba! ¿Qué significa eso? -exclamó el zapador.
-¡Aguarda, aguarda! -contesté ocultando algo bajo el capote. -¿Por lo menos no se ha despertado el chico?
-¡No, pardiez!
Subí a paso de lobo, sin querer decirles lo que iba a hacer.
-Vaya, ahora -dije cuando bajé, -llámenlo si quieren, pero desde aquí.
Gritaron, golpearon el techo, y casi inmediatamente vimos llegar al niño, radiante, en camisa, con un quepis, una cartuchera al costado, y blandiendo un pequeño chassepot de caballería.
-¡Viva la nochebuena! -gritaba. ¡Miren el lindo chassepot del niño Jesús!