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Puso, pues, un centinela a cada extremo de la calle, otro en el puente que conducía a la pradera, y condujo el resto de sus hombres hacia el cortijo que parecía más importante, para hacer allí la sopa y arreglarse para dormir.

Pero a penas empujó la puerta del patio cuando se confirmaron todas nuestras sospechas. Allí se habían alojado los prusianos; se comprendía por el depósito de agua volcado, por el heno sacado pródigamente del granero y dejado en los pesebres, por la puerta derribada del sótano y por las botellas vacías esparcidas en la paja del acantonamiento. Un pelotón de hulanos había debido pasar la noche en el patio, mientras los oficiales ocupaban la casa.

En tres saltos estuvimos adentro. Ya no cabía duda: una mesa cubierta de platos sucios, de copas medio vacías, de botellas con el cuello roto, los restos de una orgía de tragaldabas. En la chimenea, la leña apilada y en montón, ardía aun. La cama estaba deshecha, como descalabrada. Unas botas enlodadas habían manchado sus sábanas, de hermoso lienzo blanco.

Mientras el teniente deliberaba si no habría medio de perseguir a aquellos pillastres, el zapador que se había ido a husincar en los establos, con la esperanza de encontrar algunos huevos, nos llamó desde el fondo del patio. Corrimos al oír su voz.

El zapador estaba ocupado en consolar a un niñito de doce a trece años, que lloraba a partir el alma. Le besaba, sofocando en su gruesa barba los sollozos de la criatura, y le decía:

-Te prometo que los hemos de agarrar. No llores. Te he de dar uno para que lo mates.

No entendíamos una palabra de aquello. Pero cuando el teniente encendió una linterna que iluminó de pronto el establo, lo comprendimos todo. En un rincón, cerca del comedero, yacían dos cuerpos, el de un hombre y el de tina mujer. Tras ellos, sobre la pared, aparecían dos anchas estrellas de sesos y de sangre. Los dos cadáveres se tenían de la mano.

-¡Papá! ¡Mamá! -gritaba el pequeño sin escuchar los consuelos del zapador.

Sin embargo se calmó al vernos, y por fin pudo contarnos su desgracia. Los campesinos habían abandonado la aldea hacía tres días, al saber que se acercaban los hulanos; sólo su padre y su madre habían preferido quedarse; los prusianos habían llegado, saqueándolo todo; pero, cuando iban a marcharse, el padre no había podido dejar de insultar al oficial que los mandaba; el oficial había abofeteado al padre; éste se había arrojado sobre él para estrangularlo, y entonces, el oficial había hecho llevar al padre y a la madre a aquel establo, donde les hizo saltar el cerebro con su revólver.

-¡Ah! -decía el niño, -reconocería perfectamente a ese bandido... y lo mataría también.

Luego, volviéndose hacia el oficial, le preguntó de pronto:

-¿Quiere tomarme con sus franco-tiradores?

El oficial comprendió que no debía afligir más al pobre pequeño, y que siempre habría tiempo, más tarde, para hacerle comprender que era imposible.

-Sí -contestó.

-Entonces, que me den un fusil, y me voy a matar prusianos.

-No tengo fusil, amiguito -contestó el teniente. -Ven con nosotros a Besançon. Cuando estemos allá, veremos.

Algo consolado con esta promesa, el niño se dejó conducir a la sala, mientras enterrábamos como podíamos a sus padres.

 
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de Jean Richepin

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