-Suele bromear, condesa- le respondió Silvio-. Una vez me dio, bromeando, una bofetada... Bromeando también, me perforó esta gorra, y, bromeando, acaba de errar el tiro. Ahora soy yo quien quiere bromear.
Y al decir esto me apuntó ¡delante de ella!
Masha se echó a sus pies.
-¡Levántate, Masha, es humillante!- grité furioso-. Y usted, caballero, ¿cuándo dejará de burlarse de una pobre mujer? ¿Va a disparar o no?
-No dispararé- respondió Silvio-; me doy por satisfecho. He visto tu confusión, tu desasosiego. Te he obligado a dispararme. No pido más. Te acordarás de mí. Te dejo a solas con tu conciencia.
Entonces se encaminó a la puerta. Allí se detuvo y, volviéndose hacia el cuadro agujereado por mí, disparó casi sin haber tomado puntería, y desapareció.
Mi mujer estaba desmayada. Mi gente no se atrevió detenerle y lo contempló horrorizada. Él salió por el portal, llamó al cochero y se alejó antes de que yo lograra reponerme.
El conde calló.
Fue así como me enteré del final de la historia, cuyo principio tanto me había asombrado No volví a encontrar jamás a su protagonista.
Se dijo alguna vez que Silvio, en tiempos de la rebelión de Alejandro Ipsilanti, capitaneó una compañía de "heteristas" griegos y murió en un combate cerca de Skulani.