-Ya vez, Piotr Andréyevich, ya ves lo que es la bebida. Te pesa la cabeza, no puedes comer. Un hombre que bebe no sirve para nada... Toma salmuera de pepino con miel, y lo mejor para despejarte es una copita de licor. ¿Quieres que te lo sirva?
En aquel momento entró un chico y me dio una carta de 1.1. Surin. La abrí y leí lo siguiente:
Querido Piotr Andréyevich, ten la amabilidad de mandarme con este chico los cien rubios que me debes desde ayer. Me hace mucha falta ese dinero.
Queda a tu disposición.
Iván SURIN
No había nada que hacer. Adopté una actitud indiferente y, dirigiéndome a Savélich, quien era «guardián de mi dinero, mi ropa y todos mis asuntos», le ordené que diera al chico cien rubios.
-¿Cómo? ¿Para qué? -preguntó sorprendido Savélich.
-Se los debo -contesté con toda la frialdad posible.
-¡Se los debes! -repuso Savélich, cada vez más sorprendido-. ¿Y cuándo has podido dejárselos a deber? Aquí hay algo que no está claro. Digas lo que digas, no pienso dárselo.
Pensé que si en aquel momento decisivo no llegaba a dominar al obstinado viejo, en el futuro me sería muy difícil liberarme de su tutela; por lo que, mirándole con arrogancia, le dije:
-Soy tu señor y tú eres mi criado. El dinero es mío. Lo he perdido porque me ha dado la gana. Haz el favor de no ser impertinente y cumple lo que te mandan.
Savélich quedó tan perplejo al oír mis palabras, que se limitó a sacudir las manos mirándome fijamente.
-¿A qué esperas? -grité enfadado.
Savélich se echó a llorar.
-Hijo mío, Piotr Andrévich -pronunció con voz temblorosa-, no me hagas morir de] disgusto. Haz caso de] viejo: escribe a ese bandido y dile que todo fue una broma, que nunca hemos tenido ese dinero. ¡Cien rubios! ¡Dios misericordioso! Dile que tus padres te han prohibido jugar a todo lo que no sea a las nueces.
-Cállate de una vez -le interrumpí severamente- dáme ahora mismo el dinero o te echo a la calle.
Savélich me miró con gran tristeza y fue en busca de mi deuda. Me daba pena el pobre viejo, pero quería liberarme y demostrar que ya no era un niño. Mandamos el dinero a Surin. Savélich se apresuró a sacarme de la dichosa hostería. Volvió con la noticia de que los caballos ya estaban preparados. Con la conciencia intranquila y un mudo arrepentimiento salí de Simbirsk sin haberme despedido de mi maestro y seguro de no volver a verle.