Yo quedé completamente convencido y me dediqué al aprendizaje con gran aplicación. Surin me animaba con voz fuerte; se sorprendía de mis rápidos progresos y al cabo de varias lecciones me propuso que jugáramos dinero, no más de un grosh, no por ganar, sino sólo por no jugar de balde, lo cual, según él, era una de las peores costumbres. También accedí a ello, y Surin pidió ponche y me convenció de que lo probara, repitiendo que había que acostumbrarse al servicio y que sin ponche no hay servicio. Le hice caso. Entre tanto, nuestro juego seguía adelante. Cuanto más sorbía de mi vaso, más valiente me sentía. A cada instante las bolas volaban por encima del borde de la mesa; yo me acaloraba, reñía al mozo, que contaba según le parecía, constantemente subía la apuesta... ; en una palabra, me portaba como un chiquillo recién liberado de la tutela familiar. El tiempo pasó sin que me diera cuenta. Surin miró el reloj, dejó el taco y me anunció que yo había perdido cien rubios. Esto me azoró un poco: mi dinero lo guardaba Savélich. Empecé a disculparme, pero Surin me interrumpió:
-¡Por favor! No te preocupes. No me corre ninguna prisa, y mientras tanto vamos a ver a Arinushka.
¿Qué iba a hacer? El final del día fue tan indecoroso corno el principio. Cenamos en casa de Arinushka. Surin me servía vino constantemente, repitiendo que había que acostumbrarse al servicio. Al levantarme de la mesa, apenas podía tenerme en pie. A media noche Surin me llevó a la hostería.
Savélich nos recibió en la puerta y se quedó boquiabierto a ver las inequívocas señales de mi celo por el servicio.
-¿Qué te ha pasado, señor? -preguntó con voz acongojada-. ¿Dónde te has puesto así? ¡Dios mío de mi vida, nunca te había pasado nada igual!
-¡Cállate, viejo chocho! -pronuncié con dificultad-. Estarás borracho; vete a la cama... y acuéstame.
Al día siguiente me desperté con dolor de cabeza, recordando vagamente las peripecias del día anterior. Mis pensamientos fueron interrumpidos por Savélich, quien entró en mi habitación con una taza de té.
-Pronto empiezas, Piotr Andréyevich -dijo moviendo la cabeza-, pronto empiezas a divertirte. ¿A quién habrás salido? Ni tu padre ni tu abuelo han sido unos borrachos; de tu madre no hay ni que hablar: en su vida no ha probado otra cosa que kvas. ¿Y quién tiene la culpa? El maldito musíe. No hacía más que ir a ver a Anripievna: Madame je vous príe, vodka. ¡Ahí tienes el je vous príe!. Mucho bien te ha hecho el hijo de perra! Y todo por hacer outchitel a ese descreído, ¡como si el señor no tuviera bastante gente suya!
Me sentía avergonzado. Me volví de espaldas y dijo a Savélich:
-Vete; no quiero té.
Pero no era fácil parar a Savélich cuando se ponía a sermonear.