-Bueno -interrumpió mi padre-, ya es hora de que empiece su servicio. Ya está bien de correr por los cuartos de las criadas y de subirse a los palomares.
La idea de una próxima separación sorprendió tanto a mi madre, que dejó caer la cuchara en la cacerola y le corrieron lágrimas por la cara. En cambio, seria difícil describir mi entusiasmo. La idea de[ servicio iba unida para mí a la idea de la libertad y de los placeres de la vida de Petersburgo. Ya me veía oficial de la guardia, lo cual me parecía el máximo de la felicidad humana.
A mi padre no le gustaba cambiar de intención ni aplazar su cumplimiento. Quedó decidido el día de mi partida. La víspera, mí padre anunció que pensaba darme una carta para mi futuro jefe y pidió papel y pluma.
-No te olvides, Andréi Petróvich -dijo mi madre de saludar de mi parte al príncipe B., y dile que no deje a Petrusha sin protección.
-¡Qué tontería! -contestó mí padre frunciendo el entrecejo-. ¿Por qué crees que voy a escribir al príncipe B?
-¿No habías dicho que ibas a escribir al jefe de Petrusha?
-¿Y eso que viene que ver?
-Que el jefe de Petrusha es el príncipe B: Petrusha está inscrito en el regimiento Semionovski.
-Está inscrito! ¿Y qué me importa que esté inscrito? Petrusha no irá a Petersburgo. ¿Qué puede aprender sirviendo en Petersburgo? A gastar dinero y a divertirse. No, que sirva en el ejército, que sepa lo que es el trabajo, que huela a pólvora y sea un soldado y no un tunante. ¡inscrito en la guardia! ¿Dónde está su pasaporte? Tráemelo.
Mi madre buscó mi pasaporte, que tenía guardado en una caja junto a la camisa con que me había bautizado, y se lo dio a mi padre con mano temblorosa. Mi padre lo leyó detenidamente, lo puso en la mesa y empezó la carta.
La curiosidad me devoraba. ¿Adónde me mandaría, si no era a Petersburgo? No quitaba el ojo de la pluma de mi padre, que se movía, para mi desesperación, con bastante lentitud. Por fin la terminó, metió la carta en un sobre con el pasaporte, cerró éste, quitóse los anteojos, me llamó y me dijo:
-Aquí tienes una carta para Andréi Kárlovich, mi viejo amigo y camarada. Vas a Oremburgo a servir a sus órdenes.
¡Todas mis brillantes esperanzas se derrumbaban? En lugar de la alegre vida de Petersburgo, me esperaba el aburrimiento en una región remota y oscura. El servicio, que hacía un minuto había despertado mi entusiasmo, ahora me parecía una verdadera desgracia. ¡Pero no había nada que hacer! A la mañana siguiente trajeron a la puerta de casa una kíbitka de viaje y colocaron en ella una maleta, un pequeño baúl, en el que se introdujo todo lo que hacía falta para el té, y varios bultos con bollos y empanadillas, últimas muestras de los mimos caseros. Mis padres me bendijeron. Mi padre me dijo: