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Un día la lavandera Palashka, una moza gorda y picada de viruelas, y Akulka, la tuerta que cuidaba de las vacas, se pusieron de acuerdo y se arrojaron a los pies de mi madre confesando su vergonzosa debilidad y quejándose entre sollozos del musié, que había abusado de su inocencia. A mi madre no le gustaban esas cosas, por lo que se quejó a mi padre. Él hacía justicia rápidamente. En seguida mandó llamar al granuja francés. Le dijeron que musié estaba dándome una clase, Entonces mi padre se dirigió a mí habitación. A todo esto, Beauriré estaba durmiendo en la cama con el sueño de la inocencia. Yo estaba muy ocupado. Es de saber que habían adquirido para mí, en Moscú, un mapa geográfico. Estaba colgado en la pared sin ninguna utilidad y hacía tiempo que me tentaba con su tamaño y buena calidad del papel. Decidí fabricar una cometa y, aprovechando el sueño de Beaupré, puse manos a la obra. Mi padre entró precisamente en el momento en que yo estaba pegando una cola de estropajo al cabo de Buena Esperanza. Al ver mis ejercicios de geografía, mi padre me tiró de una oreja; luego se acercó corriendo a Beaupré, le despertó con bastante poco miramiento y le reprochó su descuido. Beaupré, confundido, quiso incorporarse, pero no pudo; el pobre francés estaba completamente borracho, Era demasiado. Mi padre le levantó de la cama por las solapas, le echó de la habitación a empujones y aquel mismo día le despidió, con gran satisfacción de Savélich. Así terminó mi educación.

Yo hacia vida de niño, persiguiendo las palomas y jugando al paso con los hijos de nuestros criados. Entre tanto cumplí dieciséis años, y entonces cambió mi destino.

Un día de otoño mi madre estaba haciendo dulce de miel en el comedor y yo, relamiéndome, miraba la espuma que se levantaba. Mi padre, junto a la ventana, leía el «Almanaque de la Corte», que recibía todos los años. Este libro ejercía sobre él una gran influencia; nunca lo leía sin un interés especial y su lectura le producía un fuerte acceso de bilis. Mi madre, que conocía de memoria sus manías y costumbres, siempre trataba de meter el desdichado libro lo más lejos posible y, gracias a ello, a veces el «Almanaque de la Corte. no caía en sus manos durante meses enteros. Pero, cuando, por casualidad, lo encontraba, ya no lo soltaba durante horas y horas.

-Como decía, mí padre estaba leyendo el «Almanaque de la Corte» encogiéndose de hombros de vez en cuando y repitiendo a media voz: «¡Teniente general! ¡Era sargento en mi compañía!... ¡Caballero de ambas órdenes rusas!... Parece que fue ayer cuando nosotros dos ... » Por fin mi padre tiró el «Almanaque» al sofá y se quedó absorto en un pensamiento profundo que no presagiaba nada bueno.

De pronto se dirigió a mi madre:

-Avdotia Vasílevna, ¿cuántos años tiene Petrusha? -

-Ya ha cumplido dieciséis-contestó mi madre-

Petrusha nació el mismo año en que la tía Nastasia Guerásimovna se quedó tuerta y, además...

 
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